En la década de 1750, vieron a un joven seminarista del seminario de Burdeos, en España, levantarse de su cama y caminar dormido rumbo a uno de los salones. Uno de sus superiores se dio cuenta que el joven estaba dormido y caminaba como sonámbulo. Conciente de que podía ser peligroso despertarlo, lo siguió para ver que hacía, enviando a otro de los seminaristas para que le llamara al Prefecto General.
El joven fue hasta su pupitre en el salón de clases, tomó unas hojas de papel y comenzó a redactar a oscuras un sermón, leerlo y realizar algunas correcciones, todo ello con los ojos perfectamente cerrados.
El prefecto pensó que el joven les estaba gastando una broma, así que colocaron una hoja de papel grueso entre su cara y el cuaderno, más el joven continuó escribiendo y realizando su trabajo.
Aquella situación se repitió en muchas ocasiones, aunque lo más admirable fue cuando se puso a escribir música. A este joven seminarista le gustaba mucho componer himnos religiosos, y componía música de la misma manera como lo hacía con los sermones. Aunque en esta ocasión utilizaba hojas pautadas, colocando con toda exactitud las notas en el pentagrama; primero las escribía como blancas y después retrocedía y las llenaba, convirtiéndolas en negras. Mientras la tinta estaba fresca, tenía sumo cuidado de no tocarla; aunque una vez que se secaba, eliminaba la precaución.
También en este caso, el Prefecto puso una cartulina frente a sus ojos, pero el seminarista curiosamente siempre supo con exactitud el sitio exacto de cada nota, y las rellenaba de negro sin problema alguno. ¿Cómo lo hacía? Un misterio que nunca nadie logró explicar.
El joven fue hasta su pupitre en el salón de clases, tomó unas hojas de papel y comenzó a redactar a oscuras un sermón, leerlo y realizar algunas correcciones, todo ello con los ojos perfectamente cerrados.
El prefecto pensó que el joven les estaba gastando una broma, así que colocaron una hoja de papel grueso entre su cara y el cuaderno, más el joven continuó escribiendo y realizando su trabajo.
Aquella situación se repitió en muchas ocasiones, aunque lo más admirable fue cuando se puso a escribir música. A este joven seminarista le gustaba mucho componer himnos religiosos, y componía música de la misma manera como lo hacía con los sermones. Aunque en esta ocasión utilizaba hojas pautadas, colocando con toda exactitud las notas en el pentagrama; primero las escribía como blancas y después retrocedía y las llenaba, convirtiéndolas en negras. Mientras la tinta estaba fresca, tenía sumo cuidado de no tocarla; aunque una vez que se secaba, eliminaba la precaución.
También en este caso, el Prefecto puso una cartulina frente a sus ojos, pero el seminarista curiosamente siempre supo con exactitud el sitio exacto de cada nota, y las rellenaba de negro sin problema alguno. ¿Cómo lo hacía? Un misterio que nunca nadie logró explicar.
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