miércoles, 29 de junio de 2011

ANTONIO ZEPEDA, SU HISTORIA

Antonio Zepeda, pregona en su figura ser descendiente de indígenas mexicanos, y al preguntarle sobre ello, reconoce orgulloso que tiene sangre otomí por parte de su madre y chatino por parte de su padre, aunque entre sus antepasados está el ilustre compositor cubano Ernesto Lecuona de quien muchos conocen su nombre y casi nada de su obra, y el inventor Don Jesús Lecuona de quien nadie conoce su nombre pero todos conocemos y disfrutamos de su obra ya que inventó la máquina para hacer tortillas.
Antonio ama profundamente a México, y parece como si jamás hablara de otra cosa que del amor por las tradiciones de su tierra, y de esa música que los antiguos espíritus metieron dentro de sus venas.

Aparenta ser un personaje extraño por su forma de vestir, siempre tendiente al folklorismo, y su abultada melena, que al caminar va lastimando los aires. Más en realidad es un hombre demasiado sencillo, ante quien hay que cerrar la boca y abrir muy bien los oídos, porque habla y habla sin que nadie lo pare, dejando siempre al escucha  sepultado en un mundo de interesantes historias.

Antonio nació a finales de la década de los 40’s y pasó su infancia en la popular colonia Doctores de la Ciudad de México, mostrando desde pequeño sus habilidades para el baile, lo cual con el tiempo le permitió alguna vez participar en una coreografía con Perez Prado. Después, ya cuando contaba con 16 años, coqueteó con la actuación colaborado con grupos universitarios, donde conoció a Aldo Zarelli con quien inició una gran amistad y posteriormente formaron el trio de baile The Dancing Shoes, con Gloria Lilia Aguilera.

La iniciativa dio buenos resultados, ya que pronto participaron en eventos importantes como el sorteo del Universal en 1964 y en una temporada con Pérez Prado en el Teatro Blanquita. Llegando a su punto culminante en una presentación realizada en el día del boceador, cuando  bailaron cumbia con la orquesta de Ramón Márquez y  Mikey Laure ante 15 mil espectadores en el Auditorio Nacional.

El espíritu inquieto de Antonio le llevó lejos de México, en plan de aventura, más que cualquier otra cosa, y en sus andares conoció a Lísskulla, una diseñadora escandinava de quien se enamoró y casó luego con ella. Pasaron su vida matrimonial viviendo en Washington, Nueva York, París y Estocolmo.

Para mantenerse diseñaban ropa dedicada a la burguesía alocada de la época. Iban a las peleterías de cada lugar, compraban pieles y hacían pantalones ajustados y acampanados y chalecos llenos de tiritas. Complementaban los atuendos con collares de diseños indígenas y algunos sombreros apropiados para hippies adinerados.

Sus creaciones fueron muy bien recibidas, al grado que muchos pintores mexicanos e intelectuales de la época se convirtieron en sus clientes habituales: Cuevas, Góngora, Felipe Ehrenberg, Arnaldo Cohen, entre muchos otros.

Estando en Nueva York, Antonio y Lísskulla decidieron separarse después de seis años de alocado matrimonio. Amortiguó la soledad al entrar en contacto con el museo de la Cultura Portorriqueña, llamado Museo del Barrio, donde residía un grupo de danza y música al cual se integró como bailarín, al ritmo de Bomba, un tipo de mambo a la Perez Prado aderezado con el acompañamiento del golpeteo de un ring de coche.

La percusión se convirtió en parte vital de su vida. Se dio cuenta que tenía demasiada facilidad para ello, lo cual le permitió formar luego la agrupación Astracarnaval, al lado de varios percusionistas brasileños. Le tocó aprender y foguearse con figuras de muy alto nivel, como Guilherme Franco, percusionista de McTyner, Nacho Mena, percusionista de Ornette Coleman, Lula Nacimento, percusionista de la Sinfónica de Bahía, Tutti Moreno, percusionista de María Bethania y Caetano Veloso, y Joao Palma, baterista de Antonio Carlos Jobim, entre otros. Toda una conjunción de brillantes estrellas que le permitieron aprender el arte del buen percusionista.

En Nueva York tocó mucho con músicos de free jazz, donde se valía de todo, lo importante era la originalidad y creatividad de cada músico; así que logró una libertad absoluta para manejarse con cualquier tipo de tambores. Las percusiones fueron un espejo de su existencia, llena de una libertad sin límites, donde podía hacer lo que quisiera encaminándose siempre a conseguir en su vida y en su música una auténtica obra de arte.

La música se convirtió en su pasión. Nació sumergido en el mambo, el cha cha cha, la guaracha, el danzón y los boleros. Aprendió a amar al Son Clave de Oro, Los Panchos, Perez Prado y en su disipada juventud a Los Beatles, Los Rolling Stones, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Cream, a quienes tuvo la oportunidad de ver en algunos conciertos en San Francisco y diversos lugares de la Unión Americana. Pero también se apasionó con las grandes figuras del jazz y el blues. Desde Muddy Waters hasta Miles Davis.

Ni cuenta se dio cuando se convirtió en un amante de la mexicanidad. Su desmedido amor por los instrumentos musicales, le llevaron a coleccionar tambores e instrumentos de muy diversas partes del mundo. Cualquier objeto tradicional que fuera capaz de producir música le provocaba un incontrolable deseo de posesión. Así fue como se llenó de ocarinas, flautas, caracoles, silbatos y por supuesto una enorme cantidad de instrumentos de percusión.

Con aquella enorme riqueza instrumental que poseía, lógico es que decidió realizar sus creaciones, inclinándose paulatinamente por la música prehispánica a través del estudio de las corrientes musicales más antiguas de nuestro México.

Los instrumentos antiguos siempre le han provocado enorme respeto y devoción. Ante ellos se siente humilde e indigno de utilizarlos. La primera vez que intentó tocar el caracol se le dificultó demasiado. Hasta que cierta noche, estando arriba de la pirámide de El Sol, en un ambiente de profundo misticismo y unidad con los espíritus ancestrales, su amiga Susana lo tocó y luego se lo pasó para que lo intentara. Antonio denegó la propuesta, pero su amiga le dijo que lo hiciera con humildad y él accedió. Al soplar surgió el sonido, como un lamento en sublime invocación. En aquél momento se sintió iluminado por los dioses y a partir de entonces nunca volvió a tener problemas para tocarlo.

Después, en un viaje a Guatemala, llevó consigo algunas flautas indígenas que había conseguido a través de Jorge Daré, un musicólogo que tenía un basar en el DF a finales de los 70’s. Llegó hasta Panahachel, en la rivera del lago Atichal .Ahí frente a los dos volcanes que se reflejaban en la superficie del lago, comenzó a tocar en serio sus instrumentos de aliento. Entonces surgió el compromiso de por vida de dedicarse a ello. Se dio cuenta que estaba llamado a promover la música de los ancestros. A través de esta música obtuvo luego la libertad, la independencia económica y un verdadero sentido para su vida.

En 1973 Antonio realiza su primera grabación con la música para la película Shak, filmada en los altos de Chiapas y la selva Lacandona. Una cinta de culto, hablada en maya y actuada por actores no profesionales.

Después vinieron una tras otra las grabaciones y presentaciones. Su presencia fue requerida en diversos sitios de América y Europa. La música le trajo grandiosas experiencias de todo tipo. La conexión con fuerzas espirituales, la comunión con los indígenas, la unidad con la tierra…

A encontrado la luz y colores de la música, el camino que le acerca al espíritu de las personas, las propiedades que tiene el sonido para curar o dañar.

En cierta ocasión estaba haciendo un dueto con Jerome Cooper, baterista del Revolutionarian Ensamble, un importante grupo de jazz de los 70’s, cuando de pronto y de la nada, surgió un extraordinario eco de voces infinitas, que interpretó como el canto de las ánimas, que realizaban un arco sonoro de hermosa belleza. Estaba tocando con los ojos cerrados y la boca abierta y cuando cerró sus labios las voces se apagaron, dándose cuenta que era a través de su boca que era a través de él como se estaba proyectando aquél sonido. Abrió los ojos para ver quien estaba a su lado, miró hacia atrás, para ver si alguien estaba cantando a sus espaldas y solo encontró a Jerome, quien también estaba sorprendido de lo que sucedía.

Cuando la interpretación concluyó Jerome le dijo: “Jamás había escuchado que surgiera una melodía de los tambores”. Antonio no dijo nada, se sentía totalmente desconcertado. Se levantó, fue al baño y se miró en el espejo. Le sorprendió ver su pelo, que era totalmente negro como el de los indígenas, esta vez totalmente plateado, al igual que su barba, como si hubiese envejecido 50 años, y había un triángulo luminoso tras de él. La música se había convertido para él en un crisol que minimizaba su cuerpo material y hacía florecer la plenitud de su espíritu.

Tiempo después le invitaron a realizar un concierto en la casa de la comunidad indígena norteamericana cerca de Nueva York. Antonio había venido padeciendo de una extraña urticaria que los médicos no le habían podido resolver. Los indígenas le solicitaron un concierto curativo y él pensó que aquello le vendría bien, ya que él mismo estaba enfermo. Colocó un círculo de veladoras azul y blanco y se colocó con todos sus instrumentos en el centro. Los indígenas, llenos de profundo respeto se colocaron alrededor del círculo en total silencio. Antonio comenzó a tocar y el sonido de sus tambores y flautas fue poco a poco envolviendo a todos los presentes. Un enorme poder se hizo presente llevando a todos hacia el éxtasis, brotando de los labios de aquellos indígenas un murmullo semejante a un mantra que adormilaba los sentidos haciendo que todos se fusionaran en un solo espíritu. Después de aquella mística reunión, Antonio sanó de la urticaria.

Antonio dice que lo sagrado tiene muchas caras, lo cual puedes percibir cuando te sensibilizas y sabes reconocer lo sagrado en todo aquello que lo tiene, apartándote de ideologías y sectarismos. Para él la música es un extraordinario puente que une al hombre con las divinidades.

En México existen ciertos grupos que a través de la música se hermanan con el Gran Espíritu, como los Kakis, los mareños de Oaxaca, los tamborileros de Tabasco, los Voladores de Papantla que tienen mucho que ver con la música de los ancestros. El Espíritu musical los anima a expresarse a través de él. Es un espíritu refinado y animalezco, donde el cuerpo y el espíritu se convierten en una sola unidad.

Antonio Zepeda nunca ha catalogado su música como prehispánica, solo dice que hace música con instrumentos prehispánicos o mesoamericanos. Está plenamente conciente que sus creaciones distan mucho de las que realizaban los antiguos nativos mexicanos de antes de la conquista. Aunque los sonidos son los mismos y la unidad espiritual sea semejante.

Respecto a su participación musical en la película Apocalipto, manifiesta una tremenda desilusión. Desde todos los puntos de vista la película fue un auténtico desastre, ya que Mel Gibson cometió errores de guión imperdonables. Y para colmo de males, James Horner, quien le solicitó a Zepeda unos temas, al final solo se aprovechó de ellos para realizar su propia música que no respeto en nada la esencia de nuestra música ancestral.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Escelente reseña.
Como ponerme en contacto con Antonio? Hace mucho tiempo por medio del DIF municipal estuvo en Mexicali dando un concierto. Fui su conctacto en su estancia.
Mantuvimos contacto por unos años, antes de la era del Internet. Después ya no he sabido nada.

Unknown dijo...

Hola,
Estoy tratando de comunicarme con Sr. Zepeda sobre la posibilidad de un concierto en la biblioteca del Congresso en Washington, DC. Me puedes mandar su email o numero de telefono?
Gracias,
Nicholas Brown
nbrown@loc.gov
+1 202 707 8437

Liliana Rivero dijo...

Hola, Domi Bañuelos.
Ya conocía algo de Antonio Zepeda, hasta había refundido un disco de Heleen (Copian Music) basado en su música y al leer tu reseña, no me fue difícil encontrarlo otra vez. Otra sorpresa placentera, fue la lectura de tu reseña. Me encanta cómo escribes, feliz de conocerte.
Liliana Rivero