En el mundo antiguo los oráculos ocupaban un lugar preponderante dentro de la vida política y personal. Los ricos y poderosos acudían hasta sus santuarios a la búsqueda de predicciones sobre las cuales basarse para tomar alguna complicada decisión. Ciertos oráculos o pitonisas se volvieron muy famosos por sus vaticinios, recibiendo cuantiosos regalos de parte de personas agradecidas o que deseaban ganar su favor, haciendo que los santuarios de estos adivinos se convirtieran en recintos que albergaban enormes riquezas.
Cada oráculo tenía su propio método de adivinación. Por ejemplo, Dadona, era una anciana Griega cuyos oráculos interpretaba un sacerdote y se basaba en el rumor de las hojas, el arrullo de las palomas en sus ramas y el tañido de las vasijas de cobre colgando. La fama y el éxito de los oráculos eran tan variables como sus métodos, lo cual dificultaba en gran medida el saber por cual decidirse en el momento en que se requería de los servicios de alguno de ellos.
Creso, el opulento rey de Lidia cuya fama trascendió los tiempos por sus enormes riquezas, de pronto se vio amenazado, en el siglo VI a.C., cuando Ciro el Grande se convirtió en un líder poderoso y atrevido que dirigía a los persas. Más valía prevenir que lamentar, así que el rey Creso decidió consultar el oráculo para saber las acciones a tomar ante la atemorizante amenaza que se cernía sobre su cabeza. Pero había tantos oráculos con tan buena fama, que el rey no sabía ni a cual recurrir. No era muy recomendable ir a uno y a otro, porque seguramente sus vaticinios serían contradictorios y esto no le sería de utilidad alguna. Había seis famosos en Grecia, pero también uno muy respetable en Egipto.
En vista de ello, Creso tomó una astuta decisión, sometiéndolos a una prueba antes de comprometerse. Para ello envió a siete mensajeros, uno para cada uno de los santuarios, con la orden de formular una pregunta a los cien días exactos de su partida. Lo que todos ellos debían preguntar al oráculo era: “¿Qué está haciendo en este momento el rey Creso?”. Después debían regresar rápidamente con la respuesta.
La orden fue cumplida al pie de la letra y cada uno de los mensajeros hizo la pregunta a los oráculos de los distintos lugares. Uno de los mensajeros llegó hasta el oráculo de Delfos, situado al pie de la ladera meridional del monte Parnaso. Allí en el templo de Apolo, estaba la encarnación humana del oráculo. Una mujer conocida a la que llamaban Pitia, y quien se encontraba sentada en una silla de oro colocada sobre una profunda grieta de la roca. La profetisa se encontraba mascando hojas de laurel, la planta sagrada, e inhalando los vapores que emanaban de la gruta.
Cuando se le hizo la pregunta, la mujer murmuró en tropel de palabras incomprensibles, mismas que fueron luego traducidas por un sacerdote.
“Puedo contar las arenas y medir los mares; escucho el silencio y sé lo que habla el mundo. He aquí que ha mis sentidos ha llegado el olor de una tortuga que ahora se cuece al fuego, con la carne de un cordero, en un caldero.
De cobre es el caldero, y de cobre la tapa que lo cubre”.
Cuando el mensajero regresó con la respuesta, el rey sonrió satisfecho. Solo el oráculo de Delfos había acertado.
Para realizar la prueba, el rey Creso había decidido llevar a cabo el día de la prueba el acto más extravagante que se le ocurrió. Para ello tomó un cordero y una tortuga, los cortó en pedazos y los puso a cocer juntos en un caldero de cobre con tapa del mismo metal.
Esto es lo que dice la historia. Vaya usted a saber si fue realmente cierto.
Cada oráculo tenía su propio método de adivinación. Por ejemplo, Dadona, era una anciana Griega cuyos oráculos interpretaba un sacerdote y se basaba en el rumor de las hojas, el arrullo de las palomas en sus ramas y el tañido de las vasijas de cobre colgando. La fama y el éxito de los oráculos eran tan variables como sus métodos, lo cual dificultaba en gran medida el saber por cual decidirse en el momento en que se requería de los servicios de alguno de ellos.
Creso, el opulento rey de Lidia cuya fama trascendió los tiempos por sus enormes riquezas, de pronto se vio amenazado, en el siglo VI a.C., cuando Ciro el Grande se convirtió en un líder poderoso y atrevido que dirigía a los persas. Más valía prevenir que lamentar, así que el rey Creso decidió consultar el oráculo para saber las acciones a tomar ante la atemorizante amenaza que se cernía sobre su cabeza. Pero había tantos oráculos con tan buena fama, que el rey no sabía ni a cual recurrir. No era muy recomendable ir a uno y a otro, porque seguramente sus vaticinios serían contradictorios y esto no le sería de utilidad alguna. Había seis famosos en Grecia, pero también uno muy respetable en Egipto.
En vista de ello, Creso tomó una astuta decisión, sometiéndolos a una prueba antes de comprometerse. Para ello envió a siete mensajeros, uno para cada uno de los santuarios, con la orden de formular una pregunta a los cien días exactos de su partida. Lo que todos ellos debían preguntar al oráculo era: “¿Qué está haciendo en este momento el rey Creso?”. Después debían regresar rápidamente con la respuesta.
La orden fue cumplida al pie de la letra y cada uno de los mensajeros hizo la pregunta a los oráculos de los distintos lugares. Uno de los mensajeros llegó hasta el oráculo de Delfos, situado al pie de la ladera meridional del monte Parnaso. Allí en el templo de Apolo, estaba la encarnación humana del oráculo. Una mujer conocida a la que llamaban Pitia, y quien se encontraba sentada en una silla de oro colocada sobre una profunda grieta de la roca. La profetisa se encontraba mascando hojas de laurel, la planta sagrada, e inhalando los vapores que emanaban de la gruta.
Cuando se le hizo la pregunta, la mujer murmuró en tropel de palabras incomprensibles, mismas que fueron luego traducidas por un sacerdote.
“Puedo contar las arenas y medir los mares; escucho el silencio y sé lo que habla el mundo. He aquí que ha mis sentidos ha llegado el olor de una tortuga que ahora se cuece al fuego, con la carne de un cordero, en un caldero.
De cobre es el caldero, y de cobre la tapa que lo cubre”.
Cuando el mensajero regresó con la respuesta, el rey sonrió satisfecho. Solo el oráculo de Delfos había acertado.
Para realizar la prueba, el rey Creso había decidido llevar a cabo el día de la prueba el acto más extravagante que se le ocurrió. Para ello tomó un cordero y una tortuga, los cortó en pedazos y los puso a cocer juntos en un caldero de cobre con tapa del mismo metal.
Esto es lo que dice la historia. Vaya usted a saber si fue realmente cierto.
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