
El joven monarca, llegada la noche se tumbaba en la cama sin apenas darse cuenta que tenía una compañera al lado. Una joven reina que deseaba algo más que escuchar los ronquidos de su noble marido, pero que aguantó noche tras noche esperando que el rey tomara la iniciativa, tal y como debía de ser. Se movía incómoda de un lado a otro, suspiraba, lo tocaba con disimulo, más el rey Luís parecía no darse por enterado de la impaciencia de su apasionada esposa.
Cansada de la situación, Ana de Austria se quejó amargamente con un hermano Felipe IV, y como la situación era bastante delicada, éste se entrevistó con el Papa en búsqueda de una solución, y el Papa a su vez le turnó el problema a su nuncio en París, quien delegó la situación al embajador de Venecia, amigo del joven rey.
El nuncio y el embajador no se sentían muy seguros del motivo de la situación, quizás fuera un total desinterés del rey Luís, por su mujer al no haberla él escogido, o tal vez fuera por timidez, ya que no era muy extrovertido, o quizás hasta pudiera tratarse de un caso de ignorancia. De todas formas urdieron un plan para mostrarle al rey en que consistía exactamente el proceso amatorio. Para ello condujeron al joven a una sala privada en la que le esperaba su hermana, la duquesa de Vendome, y su marido, quienes le hicieron una demostración práctica.
En la demostración estuvo presente el médico del rey, quien fue comisionado para constatar el efecto físico que el insólito espectáculo provocaba en el rey, a quien en el momento indicado se le instó a acudir a su lecho conyugal, donde le esperaba su esposa convenientemente preparada.
El rey aceptó la propuesta y acudió presuroso al lecho con su esposa, y no defraudó las expectativas; testigo de ello fue su sacerdote confesor quien estuvo presente ante la consumación de los hechos y les dio su bendición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario