Juana Inés nació en un pueblito del estado de México llamado Nepantla, un 12 de noviembre de 1648. Cuando tenía tres años de edad, acompañaba a su hermana mayor a tomar clases. Desde el primer momento en que la pequeña Juana estuvo en contacto con el conocimiento, ella deseó con todo su corazón adquirir ese poder; más tan solo era una pequeñita con una edad inapropiada para recibir enseñanza. Los padres de Juana Inés le pagaban a aquella maestra para que le enseñara a su hermana mayor, así que la niña le dijo a la maestra, que su madre ordenaba que a ella también se le dieran clases, cosa que por supuesto no era cierta, más la maestra obedeció y comenzó a enseñar a leer y escribir a la pequeña Juana Inés, sin que hubiese cumplido aún la edad apropiada para ello.
La niña aprendió con rapidez desarrollando a partir de entonces una enorme afición por el estudio. Dos o tres años después, Juana fue enviada a casa de su abuelo en Pano-ava. Era un pueblo indígena, y la niña seguramente por ser muy agradable y simpática, se ganó con facilidad el afecto de los indígenas y los pobres, de los cuales aprendió sin mayor problema el idioma náhuatl. Cuando no dedicaba su tiempo a platicar con la gente del pueblo corría por el campo o jugaba con los animales. Hasta que descubrió los libros del abuelo. A partir de ese momento pasaba horas y horas disfrutando de la lectura, pero aquello no fue en lo absoluto del agrado del anciano. Jamás logró entender el porqué su pequeña nieta prefería pasar la mayor parte del tiempo enfrascada en la lectura; mientras otros niños jugaban prácticamente todo el día sin poner atención en nada que no fuera divertirse. La regañaron y castigaron, pero, aunque era una niña buena y noble, siguió con su tesón a pesar de las amonestaciones.
A los 12 años llegó a la capital, a casa de unos parientes de su madre. Como se dieron cuenta del interés desmedido de Juana Inés por el estudio, la mandaron a estudiar latín. Le bastaron tan solo 20 lecciones para aprender la lengua, lo cual le permitió leer una buena cantidad de libros de ciencia y filosofía que se encontró por ahí.
Era tal la pasión de Juana Inés por aprender que dicen que se fijaba un límite de tiempo para aprender algo, y si no lo lograba se iba recortando el pelo, pues no le parecía, según sus palabras, que “… estuviera vestida de cabellos, una cabeza que estaba tan desnuda de conocimiento…”
Su esfuerzo por adquirir el conocimiento pronto le ganó la admiración y el respeto de quienes la rodeaban. Fue así como cuando tenía trece años. Juana Inés fue llamada a la corte virreinal para servir como dama de la virreina doña Leonor Carreto, Marquesa de Mancera, quien era una dama muy culta y sentía un gran amor por las letras. El ambiente de la corte influyó definitivamente en la formación de Juana Inés, pues los virreyes la apoyaron y protegieron de manera decidida.
Un buen día, el virrey don Sebastián de Toledo, admirado ante la variedad de conocimientos que la joven demostraba, dispuso que fuera examinada en público ante cuarenta sabios. En aquella ocasión fue tal el admirable despliegue de conocimientos realizado por Juana Inés, que los sabios quedaron mudos de asombro, incrementando con ello la admiración y respeto que se le profesaba.
Más eran tiempos muy difíciles para las mujeres, su papel en la sociedad era bastante limitado, lo cual las incapacitaba para seguir alguna carrera profesional; fue por ello que Juana Inés tomó una importante decisión: en lugar contraer matrimonio, tal y como era el camino tradicional de las mujeres de su época, eligió ingresar al convento de San José de las Carmelitas Descalzas, ya que era la única opción válida que tenían las mujeres para dedicarse al estudio. Más la disciplina era tan rígida, que a tan solo tres meses de su ingreso, se vio forzada a abandonar el convento por los estragos que todo ello ocasionaba en su salud.
Volvió de nuevo al Palacio donde permaneció por año y medio, después regresó a la vida religiosa, ésta vez en el convento de San Jerónimo, donde tomó los votos definitivos el 24 de febrero de 1669, convirtiéndose en Sor Juana Inés de la Cruz.
Fue una monja devota y rigurosa con sus obligaciones, sin embargo, el estudio de la ciencia y las letras fueron siempre para ella “su mayor delicia”. Esto le trajo constantes regaños por parte de su confesor, quien pensaba que esto no era correcto para una monja. Para su fortuna, en el convento fue encargada de atender la biblioteca y la contaduría y de esta manera se acabaron los límites para adentrarse por el mundo del conocimiento.
En 1674, el virrey marqués de Mancera y su esposa regresaron a España. El 8 de mayo de 1680 se designa nuevo virrey, el marqués de Laguna. Él y su esposa, María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, conocieron a Juana Inés y fue tanta su admiración por la religiosa, que la apoyaron y protegieron, propiciando que durante ese tiempo Sor Juana produjera la mayor parte de su obra.
Logró una posición tan respetable, que en dos ocasiones fue nominada como priora del convento, más ella, que amaba más las letras que la autoridad, rechazó sin titubear la propuesta.
Gracias a la protección de los virreyes, sus poemas fueron bien recibidos para los festejos y ceremonia oficiales, lo que le trajo beneficios económicos, influencia y prestigio. Pronto su fama se extendió por toda España y América del Sur.
El convento se convirtió, gracias a ella, en un salón donde se hablaba toda clase de asuntos: literarios, teológicos y filosóficos. Sor Juana poseía aproximadamente 4,000 libros; además, poseía instrumentos científicos y musicales. Su celda era una especie de apartamento con varias piezas espaciosas, de altos techos, en donde cómodamente podía dedicarse a la lectura y el estudio.
Sor Juana Inés fue tan creativa e inteligente que escribió numerosas obras musicales, realizó experimentos científicos, escribió cinco obras para teatro, más de doscientas poesías y prosa. Gran parte de su obra fue creada por encargo para ocasiones especiales. Por desgracia muchas de sus creaciones se perdieron. Dentro de las obras de prosa está la llamada Carta Atena-górica, donde analiza un sermón del jesuita Antonio Vieira, señalando de una forma muy sutil los errores teológicos de dicho sermón.
Cuando este trabajo llegó a manos del arzobispo de México fue tan grande su enojo que le exigió a Sor Juana sumisión y renuncia a sus intereses intelectuales. En respuesta, Sor Juana defiende su gusto por el conocimiento y también su posición de mujer, manifestando que no se arrepiente de lo que es ni de lo que ha sido.
Las presiones de sus superiores no se hicieron esperar orillando a Sor Juana Inés de la Cruz a vender todo cuanto poseía, incluyendo libros e instrumentos musicales y donando lo obtenido a los pobres. La crítica y reprimenda le afectó tanto que a partir de ese momento renunció a todo y se consagró por completo a la vida religiosa.
Antes de estos lamentables hechos, sus habitaciones eran su cielo, su más preciado paraíso. Más cuando todo fue vendido, las paredes desnudas le lastimaban, le parecían frías y molestas y por ello procuraba mantenerse alejada de ellas.
Un año más tarde, en 1695, apareció una epidemia de peste en la ciudad de México, y ésta se coló por las puertas del convento. Volcó Sor Juana toda su dedicación al cuidado de sus hermanas enfermas. Aunque todo era inútil, en aquél momento no había tratamiento eficaz contra ese mal. Y ella se contagió. Murió el 17 de abril de 1695.
Tras su muerte se reconoció ampliamente su grandeza. Se le llamó “La Décima musa”, “El Fénix de México”… Como siempre, sobre el muerto las coronas.
Fue Sor Juana Inés de la Cruz, la primera mujer que pugnó para que el papel de la mujer fuera tomado en cuenta.