viernes, 24 de junio de 2011

SOCRATES, EL FILOSOFO GRIEGO

Sócrates, el gran filósofo griego se casó con una mujer llamada Santippe. Cuentan que era tan malhumorada, que el gran maestro andaba por las plazas, no con la intención de filosofar, sino para huir de la mujer a quien no soportaba. Al parecer era capaz de hacer razonar a todo
mundo, menos a la mujer que tenía en casa. ¡Sabrá Dios cómo haya sido!.
En el ágora de la ciudad, que era el lugar de los grandes foros, se reunían los sofistas, personajes eminentes que provenían de todas las regiones de la península, atraídos por el esplendor de Atenas. Se presentaban en público vestidos con ricas vestimentas y mantos color púrpura, luciendo su destreza en la retórica, como elocuentes oradores, discurriendo su supuesta sabiduría sobre cualquier tema, que enseñaban a los jóvenes mediante una propina, lo cual les permitía vivir holgadamente y con fortuna. Su actitud soberbia les hacía presentarse como si todo lo supieran, siendo capaces de enfrentar y salir abantes sobre cualquier tema.
A Sócrates le parecían unos personajes nefastos, mostraba una actitud desafiante hacia ellos y los metía en serios predicamentos. Mientras que los sofistas creían ser dueños de la verdad absoluta, Sócrates por el contrario afirmaba totalmente seguro de sí mismo: “Yo sólo sé que no se nada”. Daba sus enseñanzas paseándose por la plaza. Utilizaba la ironía, y fingía en todo momento “ignorancia”. Jamás mostraba la verdad, en cambio motivaba a sus discípulos a encontrarla por ellos mismos. Tal y como pregonaba la máxima inscrita en el frontón del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
Esa era la finalidad fundamental de la filosofía, encontrar la naturaleza de la virtud y del vicio, el modo conducente a lograr la fuerza del carácter, el dominio de sí y la justicia para con los semejantes.
La enseñanza socrática iba encaminada a la búsqueda de la verdad, considerando que es necesaria la sabiduría para adquirir la virtud. Y se convirtió en la conciencia de Atenas, descubriéndole sus vicios e incitándola a buscar el cambio, más sin embargo la verdad resulta muchas veces amarga para los hombres. Y aquella actitud le ganó enemigos a diestra y siniestra. Meleteo, Licone y Anito, tres personajes importantes de la sociedad de Atenas, presentaron la denuncia. Sócrates fue acusado de ser culpable por no reconocer a los dioses de la ciudad y por introducir nuevos. Además por corromper con sus discursos a la juventud. Solicitando para él la pena de muerte. Sócrates pudo haber huido, como alguna vez lo hizo Protágora o Anasságora, quienes pasaron por algo semejante, pero no lo hizo. Y fue condenado casi por unanimidad por los jueces a morir envenenado.
Recluido en la prisión, sus discípulos van a verle. Se hicieron presentes Felón, Apolodoro, Critóbulo y su padre, Hermógenes, Epígenes, Antístenes, Cebes, Redondas y varios más. Faltaron, su ilustre discípulo Platón, que estaba enfermo, y por supuesto, los cobardes, que negaron aquél día hasta haberlo conocido. El mismo cuento de siempre.
Encontraron al maestro sentado en su estrecha prisión, frotándose las piernas, bastante adoloridas por las ingratas cadenas que cargó antes de la fatídica sentencia. Cuando su mujer Xantipa, ve llegar a los discípulos, prorrumpe en gritos desaforados, haciendo más ingrata la situación. “¡Ay Sócrates, este es tu último día”!, decía la mujer a grito abierto, y luego continuaba: “¡Ya no verás más a tus amigos” , y así proseguía con sus desaforados lamentos. Sócrates, harto ya de la situación suplicó a Critón, que como hombre rico que era se había hecho acompañar de sus esclavos, que le acabaran aquella pena, echando de inmediato a su mujer fuera de la celda, petición que no se le puede negar a un condenado a muerte, y mucho menos a un maestro y amigo; así que cumplida la petición el filósofo respiró con gran alivio.
En compañía de sus discípulos, el gran maestro se olvidó que la muerte impaciente le esperaba, e inició amena conversación y atinado doctrinaje. La plática subió de tono, y con ello la emoción, así que el buen Critón, le dijo a su maestro, que el verdugo recomendaba que no se excitara demasiado, porque el veneno tardaría mucho más en hacer efecto. Más Sócrates, con su característica ironía, recomendó no hacerle caso – que se preocupe de su menester – dijo el maestro – y que prepare lo que haga falta, aunque sea ración doble y aún triple”.
Poco después llegó el carcelero encargado de darle el veneno y le dijo al maestro: “Sócrates, no guardaré rencor ni pensaré mal de tí como sucede con otros que me maldicen porque les traigo el veneno que ordenan los magistrados. De tí ya he conocido que eres un hombre noble, paciente y
bueno como no he conocido otro. Y si te enojas, sé que no lo harás contra mí sino contra quienes son los culpables, que ya bien conoces. Procura pues, soportar sencillamente lo inevitable”.
Después de decir lo anterior, el carcelero se marchó llorando. Sócrates, antes de que partiera, le dijo: “Salud también a tí, y yo haré cuanto me dices”. Después le dice a sus discípulos: “Que amable es este hombre. Todo el tiempo solía visitarme y a veces hablaba conmigo, y era un hombre excelente, y ahora, qué noblemente me llora... Vayan a traerme el veneno si ya está molido, y si no, que lo muela de una vez este hombre”.
Cuando trajeron la copa, Sócrates la tomó muy serenamente, sin temblar ni alterársele ni el color ni el rostro. La mayoría de sus amigos, que hasta entonces habían logrado contenerse, al ver que su maestro tomaba el mortal veneno, comenzaron a llorar. Sócrates viendo la situación les dijo: “¿Que hacéis, hombres desconcertantes? Precisamente por eso no quise que estuvieran aquí las mujeres, para evitar estos excesos. Así pues no alborotéis y conteneos”.
Poco después Sócrates dijo que le pesaban las piernas y se acostó boca arriba, tal y como se lo habían mandado. Antes de morir, llamó a Critón y de dijo: “A Esculapio le debemos un gallo, pagádselo y no lo descuidéis”. Critón le prometió que cumpliría con el mandato. Instantes después los ojos de Sócrates se paralizaron y sus discípulos se dieron cuenta que el maestro había muerto.

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