martes, 17 de junio de 2008

EL TESORO EN EL CORRAL


Don Tolentino tenía su casa detrás de la vieja iglesia de mi pueblo. Una casa como tantas otras, hecha de adobe, con sus dos cuartos de vivienda, una pequeña cocina y un cuarto para guardar las herramientas de labranza y el maíz y frijol de la cosecha. Una familia humilde, demasiado humilde, con su retagila de hijos, alimentados a base de tortillas y frijoles de la hoya, quizás un huevo frito, un vaso de leche y tacos de chile.
Don Tolentino no tenía ningún oficio en especial, era simplemente uno más de los campesinos del pueblo; su único sueño era conseguir un poco de dinero para llevar a tino, su muchachito, a Guadalajara, a ver si algún médico le daba un buen remedio para curarlo de la cabeza.
Cierta noche, cuando ya los chamacos se habían acostado y Don Tolentino se encontraba mordisqueando una tostada recién salida de las brazas, él y su mujer que le acompañaba, vieron un destello de luz en el corral. La noche era demasiado oscura, el ranchito era tan insignificante que ni luz eléctrica tenía, así que la luz no provenía de ningún foco ni nada que se le pareciera.
Pensaron que alguien andaba en el corral y se levantaron presurosos y se asomaron por sobre la cerca, entonces vieron una pequeña flama azulosa ardiendo a un lado del viejo naranjo, precisamente a medias del corral. Don Tolentino pensó que aquello se estaba quemando y corrió a sacar un balde de agua del pozo, más cuando llegó la flama había desaparecido sin dejar rastro alguno de estiércol quemado.
En la oscuridad de su cuarto, ya acostados en la rústica cama de tablas con su colchón hecho de algodón de pochote, un árbol que se da en los cerros de los alrededores; Tolentino seguía pensando en aquella luz del corral. -¿No será un tesoro enterrado?- Preguntó en voz alta a su mujer, más ella, que estaba demasiado cansada y rendida por el sueño, le contestó apenas con un quejido. Más Tolentino insistió –dicen que donde arde es que hay un dinero enterradito- Doña Lupe, que no creía en semejantes cosas, le arengó –ya duérmete, nosotros nunca vamos a salir de pobres- luego más la cobija, para taparse del viento helado que se colaba por una rendija de la puerta y se volteó contra la pared, dando por concluida la conversación. Más Tolentino tardó mucho en dormir y cuando logró hacerlo, un remolino de sueños distorsionados hizo presa de él, y todos ellos estaban relacionados con el tesoro que estaba enterrado en el corral.
Doña Lupe se despertó muy de mañana, sintiendo la cama muy fría, le faltaba el calor del cuerpo de Tolentino. La vieja puerta rechinó cuando se asomó al patio y desde ahí pudo ver a Tolentino urgando en el estiércol del corral. Tomó la raída cobija de la cama, se la colocó en sus espaldas y fue hasta la cerca. –No se ve nada de nada- le dijo Tolentino totalmente desconcertado. –Aquí no hay ni rastros de ceniza-
-Mejor tráite unos leños para encender la lumbre y hacerte un café, está muy fría la mañana- le recomendó ella. Y Don Tolentino aún dio un par de puntapiés con el guarache, en el estiércol, antes de atender la recomendación. Pero siguió sin encontrar la huella de la flama.
Allá en la plaza, envuelto como tamal con una cobija de rayas, se encontró a su compadre Alberto, a quien ni siquiera contestó el saludo, tan solo le comenzó a contar la historia. –Pues si Dios quiere y la Virgen se arma, a lo mejor se encuentra ahí unos centavitos- No tardaron en ponerse de acuerdo y al rato con un pico y una pala se pusieron a escarbar a un lado del naranjo. Abrieron un enorme agujero, pero no encontraron nada de nada. Se pasaron todo el día en la faena, removiendo toda la tierra alrededor del naranjo. Doña Lupe se sintió molesta, porque la vaca se quedó encerrada y si no comía como debía de ser, al día siguiente no daría leche ni para amamantar el becerro.
Después de cuatro o cinco días, el corral quedó más revuelto que si hubiera en él un criadero de puercos. Más Don Tolentino no quedó satisfecho. Todos en el pueblo supieron la noticia y cada quien le dio su opinión. Al final aceptó la que le pareció más buena, así que fue a Juchipila y contrató a un señor que tenía una maquinita para localizar tesoros, esperando solucionar así su problema.
Por más que Doña Lupe corrió a los curiosos, el corral se llenó de gente y aquello parecía una fiesta. Don Juan, el flacucho vejete de la maquinita, puso cara de científico y con más solemnidad que el cura en sus misas, procedió a pasar la maquinita sobre el estiércol, como quien pasa aspiradora por alfombra. La pasó por un lado, luego por otro y fue peinado espacio por espacio, hasta que hubo señal de que había algo enterrado. Ahí se pusieron varios de los acomedidos, dirigidos por Don Tolentino a escarbar el estiércol, donde ya antes se había escarbado. Palada tras palada fue removida la tierra, fue necesario echar abajo el naranjo, y al final después de mucho escarbar lo único que se encontró fue una desgastada herradura de caballo. Eso era lo que marcaba la máquina.
Los vecinos se marcharon; a Don Tolentino no le dolió la vergüenza de no haber encontrado nada, le dolió el dinero gastado, que ni siquiera era suyo, porque lo pidió prestado para rentar la maquinita. Y además el corral que quedó hecho una inmundicia, y cuando vinieran las aguas se convertiría en un atascadero. Y para colmo el naranjo, que en tiempos de calores daba sus buenos costales de naranjas.
A doña Lupe le molestó, además de todas estas cosas, que Don Tolentino clavara la herradura ahí arriba de la puerta, que “disque pa’ la buena suerte”. Y rogaba adiós que no ardiera nunca más, porque así como era Don Tolentino, capaz que hasta tumba la casa, donde seguramente encontraría un clavo lleno de mojo, o alguna otra herradura que más que símbolo de buena suerte, sería un manifiesto de su eterna desgracia.

No hay comentarios: