domingo, 22 de junio de 2008

NA TERESA


No recuerdo haberle dado nunca una moneda, tampoco que ella me lo haya pedido. De hecho jamás la escuché pedir, aunque no faltaba alguien que le diera algo de lo poco que se tenía. La comunidad era pobre, pero nadie se lamentaba de ello, porque nadie era tan pobre, tan pobre que no tuviera algo para llevarse cada día a la boca. El mar estaba cerca y, el indio se iba con su red y sacaba sus pescaditos del estero, o si lograba reunirse con algunos amigos, cargaban su carreta con el chinchorro y se traían sus buenas canastas de bagre.
Na Teresa era una anciana que vivía de lo que le gente le daba. A todos nos veía como hijos, aunque yo siempre me sentí como un hijo adoptivo, porque no era como los demás del pueblo. Yo era el “mecho”, palabra con que designan a los güeros en tierras zapotecas, pero ella no me llamaba con este nombre, como lo hacían los demás. No hacía distinciones y al igual que a todos me llamaba cariñosamente “shunco”, como se les llama a los pequeños de la casa.
Si nunca le di una moneda a na Teresa, no fue por falta de ganas, la verdad es que mis bolsillos siempre estaban vacíos. Trabajaba duro todos los días ayudando a los indígenas en sus labores, y mi único pago era la comida: una jícara de pozol a medio día, a medias de la faena, y para comer un pescado azado, o simplemente un plato con un queso desmoronado y una pila de totopos. Y para pasarse el bocado, nada mejor que un jarro con agua fresca del poso.
A na Teresa le gustaba escucharme cantar con la guitarra, hasta tuve que aprenderme “la llorona”, “La zandunga” y “Naila”, canciones muy amadas por esas tierras, todo con tal de complacerla. Ante mi canto ella se volvía muchacha, y sonreía sin complejos, enseñando su boca desdentada e incrementando más el manojo de arrugas que anidaban en su cara.
Alguna vez deposité en sus manos un pescado, algunos camarones frescos, y llevé un puñado de leños a su casa. Le llenaba su tinaja de agua, pero esto era demasiado poco, porque a cambio me daba tantas y tantas bendiciones, que sentía que nada compensaba lo que de ella recibía.
Cuando mi ciclo terminó y anuncie mi partida, mis amigos fueron a la casa y me llenaron de pescado y de totopos. Me dieron dinero para el viaje, cada quien un poco, pero todos con enorme cariño cual corresponde a un hermano. Me dio demasiada tristeza salir de la comunidad y dejar atrás aquellos hermanos indígenas con quien viví tan emotivas experiencias.
Por el camino, rumbo a la plaza, ya para venirme, me encontré a na Teresa. Ya iba tarde, el camión pitaba y pitaba y sabía que si no me apuraba me iba a dejar. Pero na Teresa me habló y ni modo de dejarla ahí parada, así que la saludé y le dije que ya me iba. Ella asintió con tristeza, luego se metió la mano a la bolsa de su delantal y sacó las dos monedas que había recibido aquella mañana. Me puso rojo de vergüenza cuando me las quiso entregar. Me negué de plano a recibirlas, pero ella humildemente me dijo, que no podía darme más, que era pobre y era lo único que tenía. “Tómalas me rogó, de algo te servirán en el camino”.
Las tomé casi por obediencia, las metí en el bolsillo superior de mi chamarra de mezclilla. Besé su mano lleno de gratitud y di la vuelta presuroso, porque temía que aquello me trastornara.
Cuando llegué a la capital me di cuenta que no completaba el pasaje para venirme a Guadalajara. ¡me faltaba tan poco!. Esculqué todos mis bolsillos y no encontré absolutamente nada. No sabía que hacer. Ni modo de ponerme a pedir. ¡la carencia de humildad no permite algo semejante!. Desesperado me pasé las manos por el cuerpo, y en ese momento sentí las dos monedas en el bolsillo de la chamarra. Recordé las palabras de na Teresa “de algo te servirán en el camino”. Me dio tanto gusto y emoción que se me hizo un nudo en la garganta. Luego caminé a la taquilla, compré mi boleto y todavía hasta me sobró lo suficiente para el camión urbano que me llevaría después a casa. Dondequiera que estés ¡Gracias na Teresa!

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