sábado, 26 de julio de 2008

LA ESPADA DE DAMASCO

Cuenta la leyenda que un día el rey Ricardo Corazón de León se encontró en Palestina, con el sultán Saladino su gran enemigo en la guerra de las Cruzadas. En una manifestación de poder, Ricardo tomó su enorme espada: tosca, pesada, con majestuoso decorado, digna de un rey y la dejó caer con fuerza sobre una maza de acero. Al impacto aquella maza saltó hecha pedazos.
El sultán sonrió, y sacó su hermosa espada de Damasco, pidió un mullido cojín de pluma, la colocó sobre él y jaló con suavidad la espada. El cojín quedó partido en dos como si fuera mantequilla. Ricardo y sus acompañantes miraron aquello con ojos de incredulidad. Más luego el sultán arrojó un velo hacia arriba y, cuando flotaba en el aire, lo cortó suavemente con su espada.
Se dice que las espadas de Damasco eran ligeras, de un azul opaco, con un beteado compuesto de millones de curvas oscuras sobre un fondo blanco. Y eran tan duras que se podían afilar como una navaja de afeitar, teniendo la propiedad de resistir los duros golpes en el combate sin que llegaran a romperse.
Reyes y conquistadores estaban dispuestos a dar cuantiosas fortunas por conocer el secreto de fabricación, pero estaba tan celosamente guardado, que a lo único que podían aspirar era a quedarse con una de aquellas espadas de algún enemigo caído en combate. Conocer el secreto de los aceros de Damasco les llevó a los europeos siglos.
El trabajo metalúrgico comenzó en China tres mil años antes de Cristo, más el desarrollo artesanal de los herreros surgió en el valle del río Indo, en Pakistán. Un grupo de herreros fabricaba pequeños crisoles de arcilla del tamaño de tazones de arroz y los llenaba con trocitos de hierro forjado y el ingrediente mágico: una pporción de hojas de plantas cuidadosamente elegidas. Luego se sellaban los crisoles con arcilla y se colocaban en el fondo de un horno en el piso, a cierta profundidad. El pozo se revestía de carbón vegetal, se encendía y con un chorro de aire proveniente de un sencillo fuelle se mantenía ardiente durante horas.
El carbón vegetal de aquellas hojas misteriosas, se mezclaba con el hierro derretido y se distribuía en forma regular. Cuando se sacaban los recipientes y se partían, aquella mezcla se vertía en moldes de piedra para formar pastillas redondas y planas mismas que luego eran vendidas por fuertes sumas en Oriente Medio, donde aquel material era transformado en las temidas y admiradas espadas de Damasco.
Para adornar estas espadas se empleaba un método muy elaborado mezclando aquellas pastas con acero y hierro fundido. Introduciendo las hojas en un líquido corrosivo que no atacaba el acero blanco, pero que enegrecía las zonas de hierro y producía los típicos diseños adamascados.
Todo aquél proceso culminaba con un templado final que consistía en atravesar con la espada de hierro candente el cuerpo de un esclavo vivo. Aquél bautismo de sangre confería el carácter de sagrado a las espadas de Damasco, afirmando que tenían poder independientemente de sus dueños. Por ello eran trofeos sagrados que se lograban de los enemigos caídos, ya que se consideraba que al obtener una de estas espadas se entraba en posesión de la fuerza vital de un enemigo respetado.

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