lunes, 29 de septiembre de 2008

IZTACCIHUATL LA MUJER BLANCA

En el capítulo XVII, Tomo I, de la Historia de las Indias de la Nueva España, Fray Diego Duran cuenta acerca de las creencias de los antiguos mexicanos con respecto a la montaña sagrada de Iztaccíhuatl. Dice que los indígenas tenían a Iztac Cihuatl, o mujer blanca, como una diosa a la que adoraban con gran ceguedad e ignorancia. Tenían en las ciudades sus templos y ermitas, con una imagen a la que adornaban y reverenciaban. Incluso tenían un santuario en una cueva de la montaña, a donde acudían con ofrendas y sacrificios. En la misma cueva había gran cantidad de ídolos pequeños que representaban los nombres de los cerros que había en el contorno. Incluyendo el dios Tláloc.
La diosa que tenían en la ciudad de México era de palo, vestida de azul, y en la cabeza, una tiara de papel pintado de negro. Tenía en la espalda un medallón de plata de la cual salían unas plumas blancas y negras, junto con varias tiras de papel negro que le caían en las espaldas.
La estatua tenía el rostro de una doncella, con cabellera de hombre, con tupé y el cabello cayendo hasta los hombros. Estaba colocada sobre un altar ricamente adornado con mantas y otros ricos aderezos.
En el santuario había encargados de realizar ceremonias de día y de noche, con tanto cuidado y orden, como era costumbre realizar para los grandes dioses.
El día en que se celebraba la fiesta de Iztaccíhuatl, vestían a una india, esclava y purificada en nombre de su diosa, toda de verde, con una corona o tiara blanca en la cabeza, con algunos toques negros, para simbolizar que la Sierra Nevada está toda verde, con las arboledas y la coronilla y cumbre, toda blanca de nieve.
A esta india la sacrificaban en la ciudad de México delante de la imagen del ídolo, prosiguiendo luego con dos niños pequeños y dos niñas, ricamente vestidos, a los cuales transportaban a la montaña, sobre unos pabellones hechos de hermosas mantas, para luego sacrificarlos en la cueva. Los indígenas permanecían dos días en la cueva de la montaña realizando sus ceremonias, con grandes plegarias y sacrificios, ayunando todos, sin que hubiera dispensa para ancianos, enfermos o niños.
Ahí mismo ofrecían coronas de plumas, vestimentas de mujer, joyas y piedras preciosas y mucha comida, dejando todo bajo la protección de unos guardias, para que no robaran la ofrenda.
Al término de la festividad, los indígenas se marchaban, mientras que los guardias permanecían en el lugar hasta que la ofrenda se convertía en podredumbre a causa de la humedad.
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