Después de que Francisco Pizarro conquistó Perú, en 1532, el oro del imperio de los incas comenzó a llegar a España y españoles de toda condición social se ilusionaron pensando que se podía obtener riqueza instantánea en el Nuevo Mundo. Pronto se difundió la leyenda de que existía un imperio, al que llamaban “El Dorado”, cuyas calles estaban pavimentadas por oro, y los edificios, revestidos con el precioso metal. Así que una buena cantidad de españoles empeñaron hasta la camiseta, se despojaron de sus bienes y se vinieron a América en busca de esta ciudad maravillosa.
En febrero de 1541, se organizó una expedición, comandada por Gonzalo, hermano de Pizarro, misma que partió de Quito, Ecuador, destinada a ir hasta tan fantástico lugar. No sabían ni donde quedaba, pero había que ir en su búsqueda.
Con sus hermosas y resplandecientes armaduras y coloridas prendas de seda, 340 españoles se dirigieron hacia el este, llevando consigo más de 4000 indígenas cargados con provisiones y quienes además les servirían de guías. Y para comer por el camino algún bocadillo, llevaban 4000 cerdos, más docenas de llamas y alrededor de 1000 perros. Pero la expedición fue sorprendida por unas lluvias torrenciales estropeando su equipo y provisiones. La incomodidad se hizo presente. Gonzalo Pizarro capturaba a los indígenas que se encontraba en el camino y los interrogaba, esperando obtener información sobre “El Dorado”, pero nadie podía darle ninguna explicación. Intuyendo que le mentían, los torturaba y arrojaba a los perros. Pronto se difundió la noticia de sus atrocidades, y los indígenas comprendieron que la única forma de evitar la ira de Gonzalo consistía en inventar historias sobre El Dorado y enviarlo lo más lejos posible. Así fue como se fueron internando cada vez más en lo profundo de la selva.
El ánimo de los exploradores fue decayendo. Los uniformes se les hicieron jirones; las armaduras se oxidaron; los zapatos se destrozaron, los cual les obligó a caminar descalzos. Los indígenas comenzaron a morir en el camino o desertaban. Los expedicionarios terminaron comiéndose los cerdos y después siguieron con los perros de caza y las llamas. Después siguieron a base de raices y frutos. Al comprender Gonzalo que no podían continuar en semejantes condiciones, decidió enviar una expedición para encontrar alguna comunidad indígena que les proporcionara alimentos, pero sus enviados prefirieron desertar y lo abandonaron.
Llovía sin cesar. Los hombres de Gonzalo ya no querían saber nada de El Dorado, su único deseo era volver a Quito. Al fin en agosto de 1542, más de un año después de su partida, algo más de 100 hombres, de los más de 4000 que componían la original expedición, lograron encontrar el camino de regreso. Cuando llegaron a Quito parecían haber retornado del infierno: envueltos en harapos y pieles, los cuerpos cubiertos de llagas, y tan consumidos que resultaban irreconocibles. En todo ese tiempo recorrieron a pie un enorme círculo de 3500 kilómetros, sin haber encontrado ni un solo gramo del dorado metal.
En febrero de 1541, se organizó una expedición, comandada por Gonzalo, hermano de Pizarro, misma que partió de Quito, Ecuador, destinada a ir hasta tan fantástico lugar. No sabían ni donde quedaba, pero había que ir en su búsqueda.
Con sus hermosas y resplandecientes armaduras y coloridas prendas de seda, 340 españoles se dirigieron hacia el este, llevando consigo más de 4000 indígenas cargados con provisiones y quienes además les servirían de guías. Y para comer por el camino algún bocadillo, llevaban 4000 cerdos, más docenas de llamas y alrededor de 1000 perros. Pero la expedición fue sorprendida por unas lluvias torrenciales estropeando su equipo y provisiones. La incomodidad se hizo presente. Gonzalo Pizarro capturaba a los indígenas que se encontraba en el camino y los interrogaba, esperando obtener información sobre “El Dorado”, pero nadie podía darle ninguna explicación. Intuyendo que le mentían, los torturaba y arrojaba a los perros. Pronto se difundió la noticia de sus atrocidades, y los indígenas comprendieron que la única forma de evitar la ira de Gonzalo consistía en inventar historias sobre El Dorado y enviarlo lo más lejos posible. Así fue como se fueron internando cada vez más en lo profundo de la selva.
El ánimo de los exploradores fue decayendo. Los uniformes se les hicieron jirones; las armaduras se oxidaron; los zapatos se destrozaron, los cual les obligó a caminar descalzos. Los indígenas comenzaron a morir en el camino o desertaban. Los expedicionarios terminaron comiéndose los cerdos y después siguieron con los perros de caza y las llamas. Después siguieron a base de raices y frutos. Al comprender Gonzalo que no podían continuar en semejantes condiciones, decidió enviar una expedición para encontrar alguna comunidad indígena que les proporcionara alimentos, pero sus enviados prefirieron desertar y lo abandonaron.
Llovía sin cesar. Los hombres de Gonzalo ya no querían saber nada de El Dorado, su único deseo era volver a Quito. Al fin en agosto de 1542, más de un año después de su partida, algo más de 100 hombres, de los más de 4000 que componían la original expedición, lograron encontrar el camino de regreso. Cuando llegaron a Quito parecían haber retornado del infierno: envueltos en harapos y pieles, los cuerpos cubiertos de llagas, y tan consumidos que resultaban irreconocibles. En todo ese tiempo recorrieron a pie un enorme círculo de 3500 kilómetros, sin haber encontrado ni un solo gramo del dorado metal.
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