En la antigua Roma, cerca del monte Aventino, en una zona habitada por la burguesía del Imperio, vivía una discreta viuda, que si bien tenía algunas manías un tanto extrañas, era considerada por sus vecinos como una buena mujer. Todos los días acostumbraba salir por las mañanas a pasear sus perros, aunque tenía tantos, que un día sacaba a unos y otro día a otros. Además llevaba un tipo de vida muy reglamentado, ya que tenía su tiempo para cada cosa: a diario se acostaba exactamente a la misma hora, ni un minuto antes, ni un minuto después. Excepto dos días a la semana cuando recibía a su amante, entonces su horario variaba un poco. De ahí en demás todo parecía ser totalmente ordinario.
Y he dicho “parecía”, porque esta mujer, llamada Locusta, no tenía absolutamente nada de ordinario. Muy pocos lo sabían, pero era una peligrosa envenenadora, que se había iniciado en tan singular oficio despachando al otro mundo a su borracho marido que la golpeaba sin cesar.
Cobraba fuertes sumas por sus malévolas pócimas a los ricos y poderosos, mientras que a los pobres les entregaba gratuitamente sus brebajes. Sus trabajos eran excelentes, ya que sabía preparar desde un veneno fulminante, hasta uno de efecto retardado que fuera haciendo que la víctima se consumiera lentamente, como si se tratase de una extraña enfermedad. Pero había quienes habían acumulado tanto odio, que solicitaban venenos extremos, que llevaran a la víctima por pasajes de intenso dolor y sufrimiento durante meses y meses, hasta que sucumbieran en una desesperante agonía. Locusta investigaba diariamente con sus extractos de plantas y polvos maléficos, hasta dar con lo que su cliente solicitaba. Todos quedaban encantados y la recomendaban ampliamente.
Muchos de los encargos provenían de las altas damas de la sociedad, mujeres celosas de la hermosura de sus rivales, quienes querían despejar el camino. Para ellas Locusta preparaba unos deliciosos bombones de gran atractivo que, al ser mordisqueados por la desafortunada dama, terminaban por deformárseles la mandíbula y dentadura, sin que ello les provocara la muerte. Esto era suficiente para cumplir con el propósito requerido.
También ofrecía a su distinguida clientela un exquisito perfume que provocaba la ceguera, o un extraño brebaje que producía en quien lo bebía un comportamiento de perro, ya que comenzaban a caminar en cuatro patas y gruñir como estos animales.
Su paso a la fama llegó cuando Agripina, esposa del emperador Claudio, le dio la encomienda que preparase un brebaje especial para darle muerte a su marido y colocar en el trono a su hijo Nerón de tan solo 17 años.
El veneno fue servido en un platillo de hongos. Agripina sabía que este era un platillo irresistible para el emperador. La escena se preparó a la perfección. La vianda con hongos fue presentada por su catador, el eunuco Haloto, uno más de los cómplices del malévolo plan. Agripina tomó uno de los hongos y lo comió, para darle confianza al emperador. Y luego, tomó el hongo más grande y hermoso y lo ofreció con una hermosa sonrisa a su ingenuo esposo. Claudio lo comió. Dicen que de inmediato quedó sin habla y continuó toda la noche con dolorosos tormentos. Fingiendo Agripina una enorme apuración, mandó llamar al médico de cabecera para que le provocara un vómito, y el médico llegó presuroso e introdujo una pluma por la boca del emperador. Pero la pluma también estaba envenenada. El doctor era otro de los cómplices.
Nerón, quien conocía totalmente del plan, premió a Agripina por su excelente trabajo, otorgándole la impunidad y una buena extensión de tierras, además de permitirle abrir una escuela de envenenadores para que hubieran más expertos en tan noble profesión.
A la muerte de Nerón, Galba, el siguiente emperador romano, arrestó a Locusta y la condenó a muerte. Más valía no correr riesgos. Y así terminó la historia de aquella viuda que cada mañana solía pasear a su atajo de perros.
Y he dicho “parecía”, porque esta mujer, llamada Locusta, no tenía absolutamente nada de ordinario. Muy pocos lo sabían, pero era una peligrosa envenenadora, que se había iniciado en tan singular oficio despachando al otro mundo a su borracho marido que la golpeaba sin cesar.
Cobraba fuertes sumas por sus malévolas pócimas a los ricos y poderosos, mientras que a los pobres les entregaba gratuitamente sus brebajes. Sus trabajos eran excelentes, ya que sabía preparar desde un veneno fulminante, hasta uno de efecto retardado que fuera haciendo que la víctima se consumiera lentamente, como si se tratase de una extraña enfermedad. Pero había quienes habían acumulado tanto odio, que solicitaban venenos extremos, que llevaran a la víctima por pasajes de intenso dolor y sufrimiento durante meses y meses, hasta que sucumbieran en una desesperante agonía. Locusta investigaba diariamente con sus extractos de plantas y polvos maléficos, hasta dar con lo que su cliente solicitaba. Todos quedaban encantados y la recomendaban ampliamente.
Muchos de los encargos provenían de las altas damas de la sociedad, mujeres celosas de la hermosura de sus rivales, quienes querían despejar el camino. Para ellas Locusta preparaba unos deliciosos bombones de gran atractivo que, al ser mordisqueados por la desafortunada dama, terminaban por deformárseles la mandíbula y dentadura, sin que ello les provocara la muerte. Esto era suficiente para cumplir con el propósito requerido.
También ofrecía a su distinguida clientela un exquisito perfume que provocaba la ceguera, o un extraño brebaje que producía en quien lo bebía un comportamiento de perro, ya que comenzaban a caminar en cuatro patas y gruñir como estos animales.
Su paso a la fama llegó cuando Agripina, esposa del emperador Claudio, le dio la encomienda que preparase un brebaje especial para darle muerte a su marido y colocar en el trono a su hijo Nerón de tan solo 17 años.
El veneno fue servido en un platillo de hongos. Agripina sabía que este era un platillo irresistible para el emperador. La escena se preparó a la perfección. La vianda con hongos fue presentada por su catador, el eunuco Haloto, uno más de los cómplices del malévolo plan. Agripina tomó uno de los hongos y lo comió, para darle confianza al emperador. Y luego, tomó el hongo más grande y hermoso y lo ofreció con una hermosa sonrisa a su ingenuo esposo. Claudio lo comió. Dicen que de inmediato quedó sin habla y continuó toda la noche con dolorosos tormentos. Fingiendo Agripina una enorme apuración, mandó llamar al médico de cabecera para que le provocara un vómito, y el médico llegó presuroso e introdujo una pluma por la boca del emperador. Pero la pluma también estaba envenenada. El doctor era otro de los cómplices.
Nerón, quien conocía totalmente del plan, premió a Agripina por su excelente trabajo, otorgándole la impunidad y una buena extensión de tierras, además de permitirle abrir una escuela de envenenadores para que hubieran más expertos en tan noble profesión.
A la muerte de Nerón, Galba, el siguiente emperador romano, arrestó a Locusta y la condenó a muerte. Más valía no correr riesgos. Y así terminó la historia de aquella viuda que cada mañana solía pasear a su atajo de perros.
1 comentario:
muuuuuuuuuu bueno!! eah
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