viernes, 2 de enero de 2009

EL NIÑO ESCLAVO

En casa de Assaba siempre escaseaban los alimentos. Siempre vestía con ropa raída y demasiado humilde, pero aún así el niño era feliz. Siempre fue un niño muy inquieto. Antes de los dos años de edad, ya se subía a los árboles y a los tres años ayudaba a su familia en las labores del campo y recogía leña. A los cuatro años fue por primera vez a la escuela.
Sentado en aquellos viejos bancos de madera, el niño se sentía dentro de un reino fantástico y maravilloso. Le encantaban los dibujos coloridos, aprendía canciones que luego repetía incansablemente por las noches en su casa. Y no le importaba la gran caminata que tenía que hacer por un camino peligroso y polvoriento, para llegar diariamente a la escuela. Además tenía un gran amigo, Silván, quien hacía junto con él el mismo recorrido, llenándose a diario las bolsas con piedras bonitas que se convertían para ellos en un enorme tesoro.
Los dos soñaban con ser maestros como su maestro, para vestir como él vestía y hasta traer una moto como la de él.
Pero una tarde todo cambió. Todavía no cumplía los siete años de edad, cuando un desconocido llegó a su casa y habló con su padre. Voltearon a verlo varias veces, y ambos llegaron a un acuerdo. El extraño le dio a su padre un radio nuevo y algo de dinero. Luego se marchó.
Al día siguiente, su padre llamó a Assaba y le anunció: “Dentro de tres días te vienes conmigo a Nigeria”. No le dio más explicaciones. Él tampoco las pidió. Escuchando aquí y allá entendió que iba a la casa de la otra esposa de su padre, al otro lado de la frontera, a fregar platos. No le extrañó. La mayoría de los niños de su aldea desaparecían a su edad para irse a trabajar o estudiar a la ciudad con algún amigo o pariente. Se sintió desconcertado, pero al final terminó por gustarle la idea: por fin iba a poder viajar en coche, ganar dinero, ver el mundo... ¡que se yo!
Su abuelo, un anciano, lo abrazó antes de partir y le dio unos consejos: «Ten cuidado con los desconocidos; no salgas solo de noche; no bebas agua de los charcos...» ¡Pobre anciano! No sabía el infierno que le esperaba a su nieto. Su madre no dijo nada. Lo despidió sin lágrimas, aunque la expresión de su rostro y el temblor de sus manos denunciaban la profunda tristeza que había en su corazón. No podía protestar, porque no tenía el derecho para hacerlo. En un país donde la mujer es menos que un cero a la izquierda, si decía algo podía acarrearle al menos una fuerte golpiza.
El niño fue subido al coche que su padre conducía. Assaba iba atrás con otros dos niños que no conocía. El viaje duró un día entero y cambiaron varias veces de vehículo. En cierto lugar los detuvo la policía nigeriana y surgieron los problemas, pero su padre los calló con un puñado de billetes.
Al anochecer llegaron a la casa de la otra mujer de su padre. Ahí dejaron a Assaba, su padre se marchó con los otros niños. La mujer le indicó con indiferencia un rincón donde podía dormir.
Era una casa grande, en un barrio a las afueras del pueblo de Ibara, en la comarca nigeriana de Abekouta. Ahí durante tres días la mujer lo tuvo como su sirviente. Fregó, barrió e hizo todas las labores de la casa. Al cuarto día apareció un camión cargado de niños y se lo llevaron a un bosque. Y en aquél lugar lo pusieron a romper cantera y cargarlas en camiones. Por la noche, extremadamente cansado y con las manos ampolladas durmió como los otros niños a la intemperie, acurrucados unos junto a otros. Assad recuerda que por todos lados se escuchaba el silbido de las serpientes.
Las jornadas comenzaban a las ocho de la mañana y duraban hasta las seis de la tarde. Se turnaban para quitar la tierra con la pala y partir las piedras con los picos. Tenían que llenar un camión de ocho metros cúbicos a diario. A veces, éstos llegaban con sus propios cargadores. Pero en muchas ocasiones eran ellos mismos los que tenían que cargarlo. Al tercer día tenía las manos completamente ampolladas y despellejadas.
Sólo comían pasta de maíz y de vez en cuando plátanos y alguna raíz. Si cazaban alguna iguana se la comían. Era su padre quién les traía la comida aunque a veces se olvidaba hasta cuatro días de ellos. Entonces Assaba casi no podía ni levantar la pala del hambre que tenía. Los fines de semana les daban unas monedas para comprar algo en el mercado. Assaba se gastaba casi todo en pastillas -de caldo de carne concentrada- para echarlas a la sopa.
Aunque los primeros meses los alternaba entre la casa de su madrastra y la cantera, después pasaba casi todo el tiempo de explotación en explotación. Cambiaban de sitio cuando la piedra se agotaba. Los fines de semana le daban a escoger: si se quedaba trabajando, ganaría algo de dinero para él. Si no, podría descansar (fregando platos) en la casa. Cuatro veces estuvo enfermo y sólo una le llevaron al hospital después de que la vista se le nublara por una diarrea incesante.
Assaba lloraba recordando con trsiteza a su madre, su colegio y su aldea. Y pensó seriamente en escaparse aunque el miedo al castigo que sufriría si lo atrapaban -latigazos en la espalda, golpes con un palo en la punta de los dedos, encierros y ayunos forzados- le hizo cambiar de idea.
Casi dos años pasó Assaba en aquellas circunstancias. Hasta que un día llegó la policía – a instancias de una organización internacional contra el tráfico de niños esclavos en Africa – y los rescató. Assaba no sintió nada especial. Casi se había acostumbrado. Incluso le dolió que no le hubieran pagado el poco dinero que ganó trabajando ese fin de semana.
Los policías le devolvieron a su aldea y apenas se limitaron a amonestar severamente a sus padres por lo que habían hecho.
Su mamá se puso contenta. Y su abuelo más. Hasta mandaron a comprar bebidas embotelladas para celebrar su llegada. A su madre y abuelo se les desgarró el corazón cuando vieron lo maltratado que llegó su pequeño. Totalmente enflaquecido, con las piernas dobladas y las manos despellejadas. Ni siquiera tenían comida, ni dinero, ni nada que ofrecerle. Al abuelo le habían dicho que el niño estaría muy bien, que tendría una habitación para él solo y camisas nuevas. Que iba a trabajar, pero que iría a la escuela y ganaría dinero. A él le pareció bien aquello. Muchos de los niños eran sacados de la comunidad con aquellas promesas.
Lo grave de todo era que el padre de Assaba era un traficante de niños esclavos. Su negocio era localizar a un niño entre una familia que tuviera muchos hijos y bastantes deudas. Luego le llevaban regalos a los padres: una bicicleta, un radio, algo de dinero (no más de 300 pesos mexicanos), y les prometían traerlas luego más cosas. Pero una vez salido el niño de casa, los padres no volvían a saber nada de él.
Los datos sobre el tráfico de niños en Benín son escalofriantes. Según la Unicef, hay entre 50.000 y 80.000 víctimas del tráfico exterior y unos 250.000 del interior o, lo que es lo mismo, aproximadamente el 10% de los niños benineses, son víctimas de cualquiera de estos dos tipos de comercio humano.

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