jueves, 12 de marzo de 2009

LOS KAMIKAZE

En el siglo XIII el imperio mongol era la única superpotencia mundial. En su avance imperialista intentó invadir Japón dos veces, en 1274 y 1281. Aunque desembarcaron en el país y obtuvieron varias victorias, debieron retirarse a causa de los tifones que amenazaban con destruir sus flotas. Los japoneses pensaron que las tormentas habían sido enviadas por los dioses y las llamaron "kamikaze", que significa "viento divino".
Al final de la Segunda Guerra, volvió a hacerse presente el “viento divino”, aunque en esta ocasión de muy distinta manera.
El emperador Showa, más que una figura política en el Japón, era considerado un dios. En las escuelas públicas a los niños se les enseñaba que Showa merecía todo de parte de un japonés, incluso la misma vida si esta fuese requerida. Desde la época del feudalismo, especialmente en el período Tokugama, un guerrero debía profesar el Bushido, que era un código de honor, donde el suicidio y la muerte eran aceptados como el más grande honor que se puede recibir al ofrendarse al emperador y la patria. Con este tipo de mentalidad el ambiente estuvo perfectamente preparado para que en su debido momento surgieran los jóvenes dispuestos a ofrendar la vida como pilotos suicidas, a los que se les dio el nombre de Kamikaze.
En 1945 el Japón perdía la guerra en el Pacífico contra los Aliados. El país del “Sol Naciente” no tenía el armamento adecuado, ni el poderío militar de sus enemigos, por lo cual comenzaron a perder batalla tras batalla.
Debido al profundo amor patriótico y deseo de inmolar la vida por la patria, no era realmente difícil conseguir voluntarios, entre los jóvenes japoneses, para enrolarlos en el ejército. A todos los aspirantes se les hacía llenar una solicitud y junto con ella una forma en la que se preguntaba: ¿Desea usted solemnemente, o tan solo desea, o no lo desea, involucrarse en un ataque kamikaze?. De todos los que contestaban, eran escogidos para misión especial únicamente los que anotaban que deseaban solemnemente involucrarse en un ataque kamikaze. Y era tal el ferviente amor patrio, que infinidad de jóvenes aceptaban inmolarse por la patria.
Fue tal el éxito de la propuesta que el ejército seleccionaba únicamente a los aspirantes con mayor preparación académica. Una vez aceptados, aquellos jóvenes escribían cartas muy emotivas a sus familiares mencionando lo felices y orgullosos que se sentían con el honor conseguido. Estaban totalmente convencidos que si morían por el emperador, serían felices para siempre. Consideraban que su inmolación traería consigo las bendiciones divinas para lograr la victoria. Más la verdad es que la decisión de enviar pilotos suicidas fue tan solo una medida desesperada en un intento por provocar el terror en los enemigos.
Pero los jóvenes eran preparados al vapor. Su entrenamiento era tan escaso, dada la urgencia de la situación que apenas si se les enseñaba a pilotear un avión.
El Vicealmirante japonés Takashiro Ohnishi había observado que la manera más eficaz de infligir daño a los buques de guerra aliados era estrellar los aviones encima de ellos, Ohnishi precisó que una caída en picada podría hacer más daño que 10 aviones disparando sus ametralladoras a cualquier embarcaciones del la Armada americana.
El 19 de octubre el almirante Takijiro Ohnishi se reunió con seis oficiales. Lleno de gravedad les expuso que la situación era demasiado grave. Había que frenar a la escuadra americana en el Golfo de Leyte, y neutralizarla a como diera lugar. La única manera como aquello podía suceder, dada la superioridad de los americanos, era organizar una serie de ataques suicidas, a base de aviones caza Zero armados con bombas de 250 kilogramos. Cada avión tendría que lanzarse en picado contra un portaviones enemigo.
El comandante Tamai aceptó hacerse cargo de la encomienda. Se reunió luego con los jefes de escuadrilla del Grupo Aéreo 201 y posteriormente habló al resto de los hombres; 23 jóvenes adolescentes se ofrecieron de inmediato como voluntarios. El teniente Yukio Seki reclamó el honor de dirigir la operación. Así se inició el ataque de los primeros kamikaze.
El 25 de octubre los pilotos kamikaze se vistieron de blanco, el color de luto de los japoneses; se pusieron trajes y chaquetas de cuero para soportar el frío de las alturas. Eran las siete y veinticinco de la mañana. Al encender los motores de sus naves, se ajustaron el hasimaki, esa banda de tela blanca que va ceñida a su cabeza, con el disco rojo del Sol Naciente en el frente, impreso junto a algunas palabras caligrafiadas con pincel y tinta negra, al modo como antaño lo usaron los samurai antes de entrar en batalla, mientras que repetían una y otra vez “Shichiesei Hokoku”. “Siete vidas quisiera tener para darlas por la patria”. Luego despegaron perdiéndose entre los cielos para una misión sin retorno. Sobre las once del día, los cinco aparatos destinados divisaron al enemigo en aguas Filipinas. El primero en entrar en picada fue el teniente Seki con su caza Zero, quien se estrelló estrepitosamente a 325 kilómetros por hora sobre el portaviones Kalinin Bay, hundiéndolo de inmediato. Sus compañeros de grupo imitaron de inmediato a su líder y dejaron fuera de combate a los destructores Kitkun y White Plains.
Aquella forma de ataque era hasta entonces desconocida y provocó el total desconcierto y terror entre los yanquis. El éxito de la misión provocó una gran oleada de patriotismo y esperanza en el pueblo japonés. Aproximadamente 3 913 pilotos japoneses kamikaze murieron en misiones de ataque contra unidades de los Estados Unidos. La mayoría con edades emprendidas entre los 18 y 20 años, y otros pocos con tan solo 17. Provocaron un sinnúmero de bajas. Pero su ofrenda fue inútil.
El 6 de agosto de 1945, los Estados Unidos enviaron al bombardero Enola Gay, mismo que dejó caer una bomba atómica sobre Hiroshima, matando entre 70,000 y 100,000 japonese. Tres días después otro B-29, el Bockscar, lanzó otra bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki. Cada una de estas detonaciones tenía la potencia de un millón de kilos dinamita. El 11 de agosto Japón se rindió, y con ello cesaron las hostilidades.
El 15 de agosto, el almirante Takijiro Ohnishi, quien ideó los ataques kamikaze, se dirigió a su despacho, situado en el segundo piso de su residencia. Allí se abrió el vientre conforme al ritual sagrado del seppuku. En una circunstancia así se acostumbra tener a un lado un kaiskakunin, que es un asistente que una vez que el suicida se hace el harakiri, este se encarga de dar el corte de gracia separándole la cabeza del cuerpo, para acabar con el dolor insoportable del inmolado. Pero Ohnishi no quiso tener este apoyo. Al amanecer fue descubierto por su secretario, quien todavía lo encontró con vida, sentado en la postura tradicional de la meditación Zen. Una sola mirada bastó para que el oficial permaneciera quieto y no hiciera nada para aliviar o aligerar su sufrimiento. Ohnishi permaneció, por propia voluntad, muriendo durante dieciocho horas de atroz agonía.
Tiempo atrás Takijiro Ohnishi, había expresado que independientemente del resultado de aquella guerra, él se inmolaría como lo habían hecho todos los que acataron sus terribles órdenes
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