viernes, 6 de noviembre de 2009

GEORGE BRUMMEL, EL REY DE LA ELEGANCIA

El padre de George Brummel acumuló una pequeña fortuna como secretario de un aristócrata. Cuando murió su progenitor, el joven George comenzó a dilapidar la herencia comprando finas vestimentas: camisas, corbatas, sombreros, guantes y bastones.

Un día, en un negocio de moda, en el Green Park de Londres, George Brummel se encontraba hablando con la propietaria cuando llegó el príncipe de Gales acompañado de la marquesa de Salisbury. El príncipe, que siempre había querido ser conocido como el primer caballero de Europa, miró con admiración y envidia e Brummel, deslumbrado por su elegancia; con una impecable corbata, elegante casaca, chaleco y pantalón perfectamente cortados y unos brillantes zapatos de punta afilada, en estricto apego a la elegante moda europea.

El pobre príncipe de Gales era gordo, y gastaba miles de libras en su vestimenta y los accesorios correspondientes; incluso se dice que poseía, entre otras cosas, quinientos portamonedas.

En cambio George Brummel era alto y bien plantado, con un a apariencia tan refinada y elegante, que el príncipe de Gales quiso tenerlo como amigo, seguramente para ver que le aprendía, aunque esto provocó el estupor de la aristocracia londinense, quienes pronto lo vieron como invitado a las más exclusivas reuniones de la realeza.

Por supuesto que su elegancia llamó la atención de los caballeros aristócratas y enseguida fue copiada.

George Brummel pronto fue llamado “El rey de la elegancia”. Cuidaba hasta el más mínimo detalle de su apariencia. Tardaba más de dos horas en vestirse, y era, según dicen, todo un espectáculo ver como se arreglaba. Se probaba una camisa, luego otra y otra más, hasta que daba con el tono exacto que combinara a la perfección con el resto de su indumentaria.

Ponerse la corbata era el punto culminante de su maniática obsesión por lo perfecto. Las corbatas de entonces consistían en unas largas tiras de tela que daban varias vueltas alrededor del cuello y se dejaban caer sobre el pecho en forma negligente. Para Brummel no era cosa sencilla. Intentaba colocarse el accesorio entre quince y veinte veces. Cada vez que la operación no resultaba de su agrado, arrojaba con enfado la corbata al suelo y se procuraba otra. Cuando por fin quedaba complacido, miraba con desprecio la gran cantidad de corbatas esparcidas por el suelo y decía:

- ¡Hay que ver cuántos errores se cometen!- refiriéndose a otros que se ponen lo primero que tienen a la mano.

Si bien Brummel era grande en su elegancia, su vanidad le hacía rallar en la impertinencia. Y su falta de tacto le llevó a la perdición.

Un día que estaba en compañía del príncipe de Gales y unos amigos tomando café, después de una suculenta cena, Brummel le dijo al príncipe como si fuera una orden y sin el más mínimo respeto: “Gales, llama a uno de los criados”.

Aquél día seguramente el príncipe no estaba muy de buenas, o ya estaba cansado de sus impertinencias, así que llamó a un criado y cuando lo tuvo delante le dijo:

- Acompañe al señor Brummel a la puerta, en este momento se retira”.

Ese fue el principio del fin. Desprovisto del favor del príncipe, Brummel tuvo que afrontar a sus acreedores, que se lanzaron como fieras sobre él. Se dice que en diez años había gastado más de un millón de libras (de aquella época), en corbatas, pantalones y casacas. Sus muebles fueron subastados y tuvo que huir de Inglaterra dirigiéndose a Caíais, en Francia.

Allí vivió un tiempo gracias a préstamos que sonsacaba de algunos ingleses que visitaban Francia. Se levantaba a las nueve y, según su costumbre, tardaba dos horas en vestirse. Salía a pasear como si estuviese en Londres y, acostumbrado a la buena comida, se hacía servir una opípara cena. Pero la cosa no duró. Cada vez se iba hundiendo más en un océano de deudas. Uno de sus antiguos amigos consiguió que se lo nombrase cónsul de Inglaterra en Caen.

Aunque sus ingresos eran modestos, continuó haciendo su vida de antes. Los acreedores volvieron a surgir y se lanzaron sobre él cuando fue destituido de su cargo. No pudo comprarse más ropa. Un sastre, movido de compasión y respeto por quien había sido el rey de la elegancia, le arreglaba bien que mal y gratuitamente los vestidos que le quedaban.

Parecía que no podía caer más bajo, pero en mayo de 1835 fue detenido por deudas y conducido a la cárcel. El duque de Beaufort y lord Alvanley se enteraron en Londres del suceso e inmediatamente le ayudaron a recobrar la libertad.

Cuando salió de la cárcel, Brummel ya no era ni una sombra de lo que había sido. Perdía constantemente la memoria y se alojó en una pequeña habitación de hotel de tercera o cuarta clase. Allí pasaba horas enteras sin moverse de su habitación. Un día una inglesa de la que no se conoce el nombre se presentó en el hotel preguntando por Brummel y alquiló una habitación que daba a la escalera para verlo pasar. Lo que vio fue un hombre de cara idiotizada, hablando consigo mismo y vestido pobremente. Cuando el dueño del hotel subió a ver qué quería la señora en cuestión, la encontró llorando sentada en un sillón. Probablemente era una de tantas admiradoras que Brummel había tenido en Londres.

Su razón fue declinando. Varias veces los ocupantes del hotel lo vieron tomar sillas de los corredores que trasladaba a su cuarto. Las ponía arrimadas a la pared, encendía unas velas y solemnemente abría la puerta de su habitación dando paso a personajes de la realeza que supuestamente venían a visitarlo. Más al rato despertaba de su delirio y mirando las sillas vacías se derrumbaba en el suelo sollozando.

Al final terminó sus días en un manicomio, donde falleció el 24 de marzo de 1840.

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