
Al llegar aquella noche a casa, saqué de su mazeta a una malva maltratada que tenía, y revolviendo muy bien la tierra, puse con cariño el tubérculo, esperando que todo fuera propicio para que en fecha no muy lejana tuviera ante mi vista una de aquellas hermosas flores que tanto me habían cautivado.
Comencé a regarlo con frecuencia. Pasó una semana y nada sucedía. Pensé que era menester un poco más de tiempo. Después de quince días floreció en mí la impaciencia. Había regado la mazeta con frecuencia, entonces no entendía lo que pasaba, así que con cuidado metí mi dedo en la tierra, hasta que comprobé que ahí seguía el tubérculo. Luego volví a cubrir el pequeño hoyo y decidí esperar más tiempo. Paso un par de meses y todo seguía igual.
Mi ánimo decayó, así que boté en un rincón del patio la mazeta y me olvidé por completo de ella. Me sentí defraudado, así que ya no quise hacer el mayor caso del asunto.
Pasaron los meses y un día, viendo la vieja mazeta arrumbada, decidí emplearla para otra cosa. Comencé a picar fuertemente con una cuchilla la tierra apelmazada y de pronto me di cuenta que ahí estaba aún el tubérculo. Al quitarle por completo la tierra descubrí que durante todo ese tiempo había echado hermosas raíces y ya venía surgiendo un magnífico brote que anunciaba la más grandiosa de sus etapas. Por desgracia con la cuchilla dañé tan fuerte el tubérculo que cegué para siempre aquella maravillosa manifestación de vida.
Desde entonces he pensado que a veces con ciertas cosas hay que tener demasiada paciencia. Lo vano, lo superfluo, lo que carece de auténtico valor se logra de un momento a otro. Lo grande, lo maravilloso, lo que en verdad vale la pena, siempre lleva mucho más tiempo. No pierdas jamás la esperanza, porque de ser así quizás sin que te des cuenta estés destruyendo la vida.
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