domingo, 15 de junio de 2008

LA ISLA DE LAS MUÑECAS



Era un viejito medio encorvado, flaco y de baja estatura. Le llamaban “la coquita”, así como el diminuto pajarillo que habita en la zona chinampera de Xochimilco. En realidad se llamaba Julián Santana Barrera, pero eso casi nadie lo sabía.
Vivía en un pequeño islote de los canales, donde cultivaba hortalizas y verduras, mismas que luego llevaba a vender al tianguis del pueblo, terminando su faena del día echándose sus buenos tragos en la pulquería de “Los cuates”. No hablaba con nadie, se mantenía apartado de todos, y la verdad es que nadie intentaba hacerle plática, porque ya sabían que el viejito era bastante retraído.
Más un día, y por quien sabe que extraña razón, le dio por andar en los barrios pregonando la palabra de Jesús. Ni quien le hiciera caso, más él no perdía el ánimo y hablaba y hablaba hasta que se cansaba de lanzar infructuosamente sus palabras divinas, terminando por dedicarse a rezar una serie de letanías que la verdad ni se le entendían.
Algunas veces fue agredido. En esos tiempos no era bien visto el andar de predicador fuera de la iglesia. Después le dio por juntar muñecas rotas, destartaladas y sucias de la basura. Y las fue colgando afueras de su choza y en los árboles de su pequeño islote. Todo el sitio estaba lleno de muñecas. Algunas sin brazos, otras sin piernas, hasta muñecas descabezadas.
Aquél viejito de calzón blanco amarrado en las rodillas y con un jorongo que no se quitaba ni en tiempos de calor, dejó de ir al pueblo. Comenzó a vivir como un ermitaño apartado de todos. El lago se cubrió de lirios y llegar hasta su vivienda se hizo imposible. La gente pensaba que tal vez había muerto sin que nadie le prestara auxilio ni le hiciese compañía.
Un día se hizo un rescate ecológico de los canales. Se comenzó a quitar el lirio que los había invadido y los periodistas fueron tras la noticia. ¿Qué había pasado con “la coquita”?. ¿Seguiría vivo?. Y sí, ahí estaba en su islote, más sucio y avejentado, negándose a dar entrevistas.
Vivía en una chocita de chinami, carrizo, ramas de ahuejote y zacatón. Los periodistas insistieron, más él amenazaba con su bastón a los intrusos que se atrevían a acercarse a su propiedad. Hasta que un día, un periodista llegó acompañado del muchacho que le servía los jarros en la pulquería. Y el anciano aceptó que pusieran pie en su islote.
En un principio no quiso responder a las preguntas. Después, al ir agarrando confianza les hizo saber que su hermana le llevaba diariamente su comida, y que su sobrino se llevaba la verdura a Xochimilco para venderla.
Se sentía a gusto se sentía a gusto con la soledad y a lo único que le temía era a los malos espíritus que rondaban por ahí, ya que amenazaban con destruir sus plantíos.
¿Y las muñecas?. –le preguntó el reportero- “Oh! Las muñecas son para ahuyentar a los malos espíritus” les contestó.
Dijo que él trajo las primeras recogiéndolas de la basura del pueblo, después milagrosamente comenzaron a llegar solitas a su casa, convirtiéndose en su única compañía. Y platicaba con ellas y las quería como si fueran sus hijas. Incluso tenía su favorita, una que llamaba “La Moneca”. Siempre la llevaba consigo porque era la que más lo entendía.
Su choza la tenía llena de mulitas que hacía con hojas de maíz, las colgaba del techo para verlas girar con las corrientes de aire que entraban por la puerta.
La paredes estaban llenas de cruces que hacía con pedazos de madera de ahuejote, intercaladas entre fotografías recortadas de los periódicos y que eran de políticos, artistas y hasta gente desconocida.
Su cocina estaba al aire libre, con un tlecuil hecho de lodo, un comal de fierro y muchas carpas secas colgando de un árbol, que había pescado frente a su chinampa.
Un día Don Julián le mostró con júbilo a su sobrino el gran pescado que atrapó con su anzuelo. Le dijo que ya se le había escapado varias veces. Pero también le comentó que había escuchado de nuevo cantar a la sirena. Le estaba llamando porque se lo quería llevar. Pero ya sabía como burlar su engaño, todo era cuestión de que se pusiera a cantarle a ella, para no caer en la tentación. Su sobrino, antes de partir a ordeñar las vacas le recomendó que tuviera cuidado.
Más tarde regresó el sobrino y no lo encontró en la choza, tampoco en la hortaliza, así que recorrió presuroso todos los rincones del islote, hasta que lo vio entre las aguas. “La coquita”, aquel anciano de 80 años de la isla de las muñecas, flotaba ahogado cercano a la orilla. El pobrecillo de Don Julián no pudo esta vez resistir la seducción de la sirena.

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