martes, 22 de julio de 2008

LA HERENCIA DEL CURA

La familia de Miguel era extremadamente pobre. Su padre, un humilde hojalatero que le quitaba las abolladuras a los carros en una de tantas calles de la ciudad, mientras que su madre, una mujer sencilla y emprendedora que aportaba ingresos adicionales participando en el comercio informal.
Miguel era muy apreciado y admirado entre los jóvenes de la parroquia de la Purísima. Sus excelentes modales, aunado a un comportamiento intachable, le llevaron a convertirse en el líder del grupo de jóvenes de la Acción Católica.
Era buen amigo del anciano Cura de la parroquia, hombre culto y distinguido, que en sus buenos tiempos fue un orador emotivo y de gran sapiencia, aunque la vejez acabó con toda su gallardía y espíritu impetuoso, al grado de quedar relegado en un confesionario, donde en lugar de conceder el perdón y dar penitencias, pasaba las horas en el más plácido de los sueños.

Miguel tenía muy buena relación con el viejo señor Cura. Hablaba con él de historia y religión y de quien sabe cuantas cosas más.
Alguna vez aquél anciano le manifestó su desilusión por no haber jamás logrado que sus sobrinos se interesaran por la lectura. Les habló muchas veces de ello, les regaló libros, les contó historias, pero ellos siempre se mostraron indiferentes.
“Los libros son un tesoro”, era una frase que constantemente les repetía, pero ninguno entendía el verdadero significado de lo que el anciano les decía.
Cuando el anciano Cura murió, llegaron los sobrinos a desalojar la casa que habitaba. En un camión de mudanza cargaron los antiguos y finos muebles y todo aquello que representaba algún valor. Miguel les ayudó a los muchachos a guardar en cajas las figuras de cerámica; sobre todo esas valiosas piezas españolas de Yadró, unos jarrones Capo Di Monti, o las hermosas copas de cristal cortado de Bavaria.
Después Miguel se ofreció a empacar los libros, pero uno de los sobrinos, le dijo: “no, los libros no nos interesan, tan solo mete a una caja, esos que se ven muy bonitos, para que sirvan de adorno en la casa, los demás puedes tirarlos a la basura”.
Miguel no podía dar crédito a lo que escuchaba. Pero ante aquella declaración de inmediato se atrevió a solicitar: “¿Podría llevármelos?”.
-Claro, son tuyos si lo deseas- fue la inmediata respuesta. Y antes de que se arrepintieran, Miguel se dio a la tarea de acomodarlos en cajas para llevárselos a su casa. Más no resistió la tentación de hojear el fabuloso Quijote de la Mancha que se encontró apilado entre tantos de aquellos libros. No estaba ciertamente encuadernado en piel como muchos otros. El libro era grande y estaba bien empastado, pero no estaba forrado en piel como los que habían apartado los sobrinos, por eso fue despreciado.
Para la sorpresa de Miguel, el libro tenía tres billetes de buena denominación que servían como separadores. Aquello le provocó tal asombro que le llevó a tomar otro de los libros y abrirlo para ver si también tenía billetes utilizados como separadores. Y en efecto, el segundo libro también contenía los billetes utilizados de la misma forma. Después comprobó que en todos los libros se había guardado dinero. A veces uno, a veces dos, pero la mayoría contenían entre tres y cinco billetes de alta denominación.
De inmediato, y con una sonrisa de oreja a oreja, Miguel se acercó al sobrino que le había regalado los libros y le hizo saber sobre aquél grandioso descubrimiento.
Entre todos los familiares del señor Cura, revisaron uno a uno aquellos viejos tomos, extrayendo de ellos una buena cantidad de billetes. Aunque Miguel no supo ni cuanto era porque no se atrevieron a contar el dinero en su presencia. Después de la verificación meticulosa, a Miguel le permitieron que cargara con los libros y se los llevara a su casa.
Cuando Miguel nos contó a sus amigos lo sucedido, no hubo uno solo que no lo juzgara de tarugo. ¿Para qué les dijo del dinero?. Se hubiera callado y llevado los libros a su casa sin entregarles nada. Esos muchachos eran de familia acomodada, nada de aquello les hacía falta.
Miguel se sintió desconcertado por semejantes comentarios. Al final, se encogió de hombros y tan solo dijo: “no era mío”, “¿porque iba a tomar lo que no me pertenecía?”.
Miguel se recibió de abogado y le fue bien en la vida. Ahora es todo un profesionista que trabaja en un puesto de alta dirección para la banca más importante de México. Seguramente de algo le sirvió el ser honrado.

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