
Pero un día llegó la desgracia. Uno de los vecinos lo ofendió, le insultó y llegó a los golpes con aquél hombre que había mantenido siempre una conducta recta y apacible. Aunque su agresor era una persona corpulenta, el zapatero, al ir perdiendo la pelea, tomó su navaja de cortar las pieles y de un certero golpe la encajó en el pecho de su agresor. Aquél hombre murió en el acto. Y el zapatero fue llevado a juicio acusado de asesinato.
Todo el pueblo acudió al juicio, donde después de los trámites de rigor, el juez leyó ante la gran audiencia el veredicto: el zapatero era declarado culpable y sentenciado a morir en la horca.
Un murmullo de desaprobación se levantó en aquella atestada sala. Pero uno de los presentes se puso de pie y valientemente le dijo al juez: “Su señoría, ¡usted ha sentenciado a muerte a nuestro único zapatero! ¿Quien va a hacer ahora nuestros zapatos y a repararlos cuando ya estén deteriorados?”. Todos los presentes apoyaron la protesta. Y fue tan fuerte la reclamación que al juez le costó trabajo callar a la concurrencia.
Después de hacer callar a la gente, y meditar un poco, el juez consideró válida la queja y reconsideró su veredicto. Luego dirigiéndose con calma a los presentes les dijo: “Tienen ustedes razón, el zapatero es indispensable y sin él tendríamos un grave problema, porque no hay otra persona que ejerza su oficio. Así que en su lugar, y como tenemos dos techadores en la ciudad, en lugar del zapatero ahorquemos a uno de ellos y asunto arreglado”.
Poco después uno de los techadores fue llevado a la horca y el asunto quedó zanjado.
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