El zapatero del poblado de Chelm era un personaje de sobra conocido por todos los de la comunidad. No había uno solo de los habitantes de la población que no calzara zapatos surgidos de sus manos. Hacia zapatos finos para los ricos y zapatos humildes para los pobres. Y cuando los zapatos se deterioraban, volvían a las manos del zapatero para ser reparados: les cambiaba las suelas, ponía tacones nuevos e incluso les hacía remiendos, con tanta habilidad que dejaba los viejos zapatos casi, casi como nuevos.
Pero un día llegó la desgracia. Uno de los vecinos lo ofendió, le insultó y llegó a los golpes con aquél hombre que había mantenido siempre una conducta recta y apacible. Aunque su agresor era una persona corpulenta, el zapatero, al ir perdiendo la pelea, tomó su navaja de cortar las pieles y de un certero golpe la encajó en el pecho de su agresor. Aquél hombre murió en el acto. Y el zapatero fue llevado a juicio acusado de asesinato.
Todo el pueblo acudió al juicio, donde después de los trámites de rigor, el juez leyó ante la gran audiencia el veredicto: el zapatero era declarado culpable y sentenciado a morir en la horca.
Un murmullo de desaprobación se levantó en aquella atestada sala. Pero uno de los presentes se puso de pie y valientemente le dijo al juez: “Su señoría, ¡usted ha sentenciado a muerte a nuestro único zapatero! ¿Quien va a hacer ahora nuestros zapatos y a repararlos cuando ya estén deteriorados?”. Todos los presentes apoyaron la protesta. Y fue tan fuerte la reclamación que al juez le costó trabajo callar a la concurrencia.
Después de hacer callar a la gente, y meditar un poco, el juez consideró válida la queja y reconsideró su veredicto. Luego dirigiéndose con calma a los presentes les dijo: “Tienen ustedes razón, el zapatero es indispensable y sin él tendríamos un grave problema, porque no hay otra persona que ejerza su oficio. Así que en su lugar, y como tenemos dos techadores en la ciudad, en lugar del zapatero ahorquemos a uno de ellos y asunto arreglado”.
Poco después uno de los techadores fue llevado a la horca y el asunto quedó zanjado.
Pero un día llegó la desgracia. Uno de los vecinos lo ofendió, le insultó y llegó a los golpes con aquél hombre que había mantenido siempre una conducta recta y apacible. Aunque su agresor era una persona corpulenta, el zapatero, al ir perdiendo la pelea, tomó su navaja de cortar las pieles y de un certero golpe la encajó en el pecho de su agresor. Aquél hombre murió en el acto. Y el zapatero fue llevado a juicio acusado de asesinato.
Todo el pueblo acudió al juicio, donde después de los trámites de rigor, el juez leyó ante la gran audiencia el veredicto: el zapatero era declarado culpable y sentenciado a morir en la horca.
Un murmullo de desaprobación se levantó en aquella atestada sala. Pero uno de los presentes se puso de pie y valientemente le dijo al juez: “Su señoría, ¡usted ha sentenciado a muerte a nuestro único zapatero! ¿Quien va a hacer ahora nuestros zapatos y a repararlos cuando ya estén deteriorados?”. Todos los presentes apoyaron la protesta. Y fue tan fuerte la reclamación que al juez le costó trabajo callar a la concurrencia.
Después de hacer callar a la gente, y meditar un poco, el juez consideró válida la queja y reconsideró su veredicto. Luego dirigiéndose con calma a los presentes les dijo: “Tienen ustedes razón, el zapatero es indispensable y sin él tendríamos un grave problema, porque no hay otra persona que ejerza su oficio. Así que en su lugar, y como tenemos dos techadores en la ciudad, en lugar del zapatero ahorquemos a uno de ellos y asunto arreglado”.
Poco después uno de los techadores fue llevado a la horca y el asunto quedó zanjado.
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