viernes, 24 de octubre de 2008

ROSITA EN EL DESIERTO

Rosita Domínguez salió de su pueblo el 21 de junio del 2002. Se sentía muy triste por tener que dejar su casa, pero más duro aún le resultaba dejar a sus pequeñas Joanna y Mónica de ocho y cuatro años de edad. Le consolaba el saber que las niñas quedaban bajo el cuidado de la abuela, pero aún así la separación le resultaba bastante dolorosa.
Se aguantó las ganas de llorar cuando las abrazó aquella tarde para despedirse, pero al salir dio rienda suelta a sus lágrimas. Atrás quedaba el jacalito de carrizo cubierto de lodo, cal y un techo de lámina de cartón, tal y como se usa en Teabo, Yucatán, una pobre población maya.
Le costó mucho trabajo tomar aquella decisión, ni siquiera tenía dinero y fue necesario empeñar con el pollero Lodi Góngora las escrituras del predio, teniendo además que conseguir prestados otros cinco mil pesos; pero tanto insistieron sus primas que resolvió al fin irse con ellas a los Estados Unidos. Todo con tal de salir de aquella miseria. Un enorme sacrificio para sacar adelante a sus pequeñas. Toda su ilusión era comprarles algo de ropita nueva, galletas y las chucherías que a diario le pedían y nunca podía comprarles.
Con muchos trabajos llegaron a la frontera y se consiguieron un pollero, que les quitó hasta el último centavo de cuanto traían. Cruzaron de noche por el desierto. Corriendo y arañándose con los zarzales intentando huir de las patrullas. Solo los que cruzan de mojados la frontera saben el miedo y los peligros que deben vencer. En verdad que se necesita ser muy valiente y tener una enorme necesidad para exponerse de esta manera.
Su anciana madre se quedó sumamente afligida, orando ante la imagen de la Virgen de Guadalupe para que llegara con bien a su destino, pero esta vez el final distaba mucho de ser grato.
El coyote las presionaba demasiado. Estaban terriblemente agotadas, pero no podían quedarse rezagadas, debían seguir unidas al grupo. En su camino se interpuso una cerca de alambre, todos la cruzaron como Dios les dio a entender, pero Rosita dio un traspié y se lastimó y ya no pudo caminar. Sus primas la ayudaron a ponerse en pie y apoyándose en ellas pretendió seguir la marcha, pero el pollero muy enojado, le gritaba una y otra vez: “Me estás retrasando a los demás, dime de una vez si vas a seguir o no”. Rosita lloraba ante su impotencia. Dos jóvenes se ofrecieron a cargarla, pero solo fue por unos momentos, porque el calor del desierto los agotó de inmediato. El pollero desesperado ordenó que la dejaran. Le entregó a Rosita una botella de agua y le dijo que descansara, que luego vendría por ella, y se marcharon dejándola sola, arrinconada bajo un arbusto y temblando de miedo. El pollero nunca regresó, tampoco volvieron los dieciséis compañeros que venían con ella desde su pueblo.
Poco tiempo después, Jovanna una de las hijas de Rosita, le dijo a su abuelita que había soñado con su mamá. “Vino a despedirse – le dijo – porque ya no iba a regresar y se iba al cielo”
La abuela entendió el mensaje. Lo que su corazón le había venido diciendo desde días antes, ahora se lo confirmaba su nieta. Rosita había muerto intentando cruzar la frontera. Fue ante el pequeño altar que tenía para la virgen y encendió un par de veladoras. Después le pidió al cura que oficiara una misa, y durante nueve días rezó con sus cinco hijos restantes y algunos vecinos el novenario.
Una de las primas llamó desde Estados Unidos para preguntar si Rosita se había regresado. Esto lo confirmaba todo. Después llegó una llamada del consulado mexicano en Tucson, Arizona, para avisarle a su mamá que se había localizado la credencial de elector de Rosita muy cerca de un esqueleto abandonado en el desierto. No estaban seguros si los restos le pertenecían, pero harían la prueba del ADN para confirmarlo. Tiempo después dieron su confirmación.
Fueron los de la patrulla fronteriza los que localizaron los restos de un esqueleto desperdigados por los animales que devoraron el cuerpo que los cubría. Sospecharon que era mujer por algunos girones de la ropa que ahí quedaron, y luego se encontraron la credencial de elector.
Después citaron a la mamá de Rosita en la delegación de la Secretaría de Relaciones Exteriores de Yucatán, donde le mostraron fotos, enviadas por internet de una prenda de ropa interior y un par de tenis completamente cubiertos de tierra. Su madre no los reconoció, pero una hermana de Rosita dijo que los tenis eran los que había comprado su hermana para el viaje. Después les mostraron otra foto de una playera con un letrero que decía San Francisco. Ya no había duda, era de Rosita. La compró para el viaje porque deseaba con toda su alma llegar a ese lugar.
Pero aún no terminaban los tragos amargos para la anciana madre de Rosita. Cerca de la medianoche del jueves siguiente, el presidente Municipal del pueblo, un tal Miguel Angel Cruz, la llamó a la presidencia para informarle a la sufrida mujer que los restos serían “quemados”, pero que si tenía $ 25,000 pesos los traerían tal y como estaban. La pobre mujer llena de confusión le solicitó al mandatario un día para intentar juntar el dinero, pero este hombre, en forma enfática le dijo que necesitaba firmar de inmediato o se procedía a la cremación. Ella no quería, pero se sintió obligada y firmó. Cuando la prensa supo la noticia y la difundió, el presidente municipal alegó que jamás la presionaron, se lavó las manos agregando que él era incapaz de semejante fechoría. Al final la cremación fue cancelada y se anunció que los restos de Rosita serían repatriados en cuanto se consiguiera el dinero para traerlos.
Una historia como tantas que suceden día a día. El hambre y la ilusión de lograr salir de la miseria obliga a nuestros hermanos a ir tras el sueño americano, aunque a veces lo único que encuentran es la muerte en su camino.

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