martes, 11 de noviembre de 2008

ROBANDO MUCHACHAS

En los tiempos en que los marcianos llegaron "bailando cha cha cha", y "la luna se ponía rete grandota como una pelotota allá en el calléjón", en mi pueblo solo existía un carro y era de Don José, de quien por cierto todo mundo olvidó su apellido y a partir de entonces se le llamo “Don José del Carro”.
Por esos años los novios salían corriendo como locos endemoniados brincando las cercas, cuando el papá de la novia descubría a la parejita por allá en un rincón del corral en actitud acaramelada. En ese momento el suegro ofendido, sacaba la pistola y echaba de balazos, aunque por supuesto siempre al aire, para que no fuera a quedar su santa niña para vestir santos.
Y como era un auténtico lío pedir la mano de la novia, muchos simplemente se quitaban de problemas robàndose a la muchacha alguna de aquellas tardes cuando iba al pozo de doña Brígida al agua, llegaban trotando con su caballo y la jalaban y subían en ancas para llevársela al monte y cometer su fechoría, así que una vez "quebrado el cántaro", ya no había ni quien se opusiera a la boda. Aunque por supuesto el padre de la novia se mostraba tan ofendido, que ni siquiera se dignaba asistir a la misa del casorio, mucho menos a probar el pollo con mole y sopa que se servía en la boda. Y así se mantenía el coraje hasta que llegaba el nietecito, entonces todas las cosas se arreglaban. Y por cierto, era obligación de los novios ir a casa de los padres de ella a pedir “perdón”, aunque solo lo pedía la novia, porque el pobre muchacho debía de quedarse en la puerta si no quería escuchar de nuevo una descarga de pistola.
Las muchachas de aquellos tiempos debían de cuidarse, ya que si alguien se las robaba, aunque no fuera su novio, terminaba casánndose con el sinvergüenza.
Estas costumbres bárbaras formaban parte de la tradición de los pueblos. Y no sólo en México, sino en muchas partes del mundo. Una gran cantidad de tribus tenían como tradición robarse las muchachas de sus enemigos para hacerlas sus esposas, mientras que los jóvenes se hacían hombres cortándoles las cabezas a los varones de sus rivales.
Entre los godos, un hombre se casaba con una mujer perteneciente a su propia comunidad. Cuando escaseaban las mujeres, capturaba a su futura esposa en un poblado vecino. Y no crea que la escogía, solamente se robaba, acompañado con un amigo, a la primera doncella que anduviese solita por ahí.
Entre los germanos cuando un muchacho se robaba a una chica, el amigo que lo acompañaba, que era su padrino de boda, se plantaba a la puerta de la iglesia bien armado para proteger a los novios, ya que los familiares de la novia venían a intentar rescatarla a como diera lugar. Incluso bajo los altares de las iglesias se ponían lanzas y demás armas, disponibles para el enfrentamiento con los amigos y familiares de la novia.
También de esos tiempos surgió el detalle de que la novia deba de ir del lado izquierdo del novio, ya que éste debía de estar con la mano derecha siempre puesta sobre la espada, y listo para actuar en caso de un ataque.
Cuentan que los primeros en utilizar un anillo de compromiso fueron los de la III dinastía del Imperio Egipcio, hace aproximadamente 4,800 años. Para los egipcios, el círculo, carente de principio y de final, significaba eternidad... y eso era en cierto modo, el compromiso del matrimonio.
Respecto a las dichosas amonestaciones, en tiempos de Carlomagno, los hombres eran tan coscolinos que tenían hijos por dondequiera, propiciando con ello que hubiera un alto índice de matrimonios entre parientes, por lo cual el emperador prescribió que todos los matrimonios debían de ser públicamente proclamados al menos siete días antes de la ceremonia. Esta práctica resultó tan satisfactoria que luego fue regla dentro de otros credos religiosos, como el catolicismo.
El arroz que se les arroja a los novios a la salida del templo, también es una práctica pagana para desearle a la pareja abundancia. Y el colmo de los colmos, era que en Europa, en tiempos muy remotos, parte de la diversión era arrojar pastel a la novia, la cual terminaba hasta la coronilla embarrada de pan.

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