domingo, 10 de mayo de 2009

UNA CANCION PARA CARLITOS

Aquél hombre me miró desilucionado. Le habían dicho que seguramente yo resolvería su problema, más ahora se daba cuenta que era igual que todos los vendedores del ramo. Uno más del montón. Pese a tener cosa de diez años laborando en una tienda de discos, no tenía ni la más remota idea de lo que aquél cliente me estaba pidiendo.
-"¿Los Pekenikes?... No, definitivamente jamás en mi vida los había escuchado."-
La verdad me sorprendió la reacción de aquél hombre. Ante mi negativa, se le cayeron los hombros, y movió la cabeza de un lado a otro mientras bajaba la vista. Parecía como si le hubiere dado una muy mala noticia. Y esto me dejó totalmente desconcertado.
-¿No tiene idea de alguien que pudiera ayudarme a encontrar ese disco?- me dijo en tono suplicante. Pero yo no podía hacer absolutamente nada por él, ni sabía quien pudiera hacerlo.
Quizás por desahogo, más que por otra cosa, aquél abatido hombre me contó el motivo de su urgencia.
Era representante de ventas y durante muchos años viajó de una ciudad a otra, pasando la vida siempre entre hoteles y carreteras. Al regresar a casa, ambicionado un poco de descanso, su esposa le recibía con una larga letanía de quejas, cuyo protagonista casi siempre era su hijo adolescente.
-"Carlitos llega tarde a casa por andar con sus amigos. Carlitos reprobó matemáticas. Carlitos le tomó dinero del bolso..."
Esto enfurecía a su padre, quien lleno de rabia casi siempre terminaba por quitarse el cinto para intentar poner en su sitio a aquél muchacho rebelde. Pero al parecer la medida jamás dio buenos frutos, porque Carlitos se empeñó en mantener su errática conducta.
Fue así como se deterioró por completo la relación de padre e hijo, llegando a un extremo francamente insoportable.
Pero la vida dio de pronto un giro inesperado. Carlitos cayó enfermo y cuando esto aconteció, su padre andaba de ruta, y aunque su esposa le informó de la situación, el hombre estaba tan molesto que no le prestó mayor importancia al asunto. Más al recibir la segunda llamada, el agente viajero entendió que la situación era bastante seria. El médico especialista solicitó de inmediato una serie de análisis especiales, porque al parecer Carlitos presentaba síntomas de leucemia.
A partir de ese momento un drástico cambio afectó sus vidas. La confirmación de la enfermedad por parte del especialista, hizo que el padre cuestionara su actitud ante su hijo, dándose cuenta que realmente su papel había sido mediocre y decepcionante. Curiosamente había repetido en Carlitos las mismas actitudes que hacia él había tenido su padre. ¿Cuál palabra de cariño?, ¿Cuál diálogo?, ¿Cuál interesarse por sus pequeños problemas?... Jamás hubo una plática, jamás un juego y mucho menos una caricia o un reconocimiento.
Se sintió triste, decepcionado y frustrado por haber esperado a que pasara algo así para darse cuenta. Renunció a su trabajo y consiguió otro menos remunerado, pero que le permitió las suficientes libertades para dedicarle tiempo a su hijo.
Vinieron los tiempos de visitas al médico, tratamientos especiales, el miedo, la incertidumbre... Pero también el cambio de actitudes. Carlitos descubrió un padre que le animaba, que le hablaba con mucho cariño e incluso que comenzó a brindarle algunas caricias. Dentro de la angustia nacieron las sonrisas, las palabras dulces, las frases de apoyo... el amor que fue poco a poco llenado de florecillas el desierto. Aquél hombre descubrió que tenía un hijo sediento de cariño, mientras que Carlitos encontró toda la esperanza y fortaleza requerida para ese momento en su padre.
Cuando el dolor era fuerte o ante las consecuencias del ingrato tratamiento, el hombre intentaba darle algún apoyo a su hijo, prometiéndole unas buenas vacaciones a la playa, un viaje a Disneylandia y un sin fin de cosas más, pero el ánimo de Carlitos había decaído tanto, que en verdad nada quería, nada se le antojaba. Aún así con frecuencia aquél hombre le preguntaba a su hijo: ¿Qué quieres que te compre?, ¿Qué deseas que te traiga?. Y la respuesta era siempre la misma. -“Nada papá, no quiero nada”.- Más un día a Carlitos se le iluminó la cara y cambió su tradicional respuesta. -“Papá, ¿Te acuerdas de aquella canción que tocaban mucho en la radio y que nos gustaba tanto?...-
Claro que la recordaba, porque llevaba un corito que a Carlitos le gustaba mucho cantar y a sus padres les divertía. Le prometieron al niño comprarle el disco, e incluso anotaron el nombre de la canción, "Hilo de Seda", en una tarjeta que el padre guardó por mucho tiempo en la billetera. Pero jamás se cumplió la promesa. Ahora Carlitos la pedía de nuevo, porque esa canción era como un punto de unidad entre él y su padre. Fue así como se inició la búsqueda, hasta llegar conmigo.
Una vez que me contó la historia, el hombre agradeció el que hubiera prestado atención a sus palabras y se marchó totalmente desilusionado. En la tienda todos se enteraron de lo sucedido por boca de mi compañera Lupita, quien no se apartó un solo momento del mostrador cuando aquèl hombre contó su dramática historia.

A la mañana siguiente llegó un español preguntando por el encargado de compras. Lo atendí y este hombre sacó de su portafolio un paquete de LPs de música española ofreciéndolos en venta. Eran muy buenos discos. Todos ellos fuera de catálogo en México, pero cuando me dijo el precio, no pude contener mi expresión de asombro. El costo era demasiado elevado y esto haría imposible su venta. Más seguramente no fui muy correcto en mi actitud, porque el vendedor se molestó conmigo y tomando con presipitación los discos que había puesto sobre el mostrador, quiso meterlos con fuerza nuevamente en su maletín; más
un puñado de discos sencillos que traía dentro, le estorbaron la maniobra. Entonces sacó los sencillos, los puso en el mostrador y metió el paquete de LPs. Fue en ese momento cuando asombrado descubrí entre los discos a Los Pekenikes. Ni siquiera lo pensé. De inmediato lo tomé y con una sonrisa de oreja a oreja le dije: -“Este sí quiero que me lo venda”.-
El hombre me miró con enfado y me dijo “No, no le voy a vender ninguno, usted no sabe apreciar las cosas”, y tendió la mano para que se lo regresara. Pero no estaba dispuesto a perder la partida.

-“Por favor, véndame este disco”- le volví a insistir, más él reiteró su negativa. Así que abrí el cajón del mostrador, arrojé dentro el disco y lo cerré de inmediato. No estaba dispuesto a perder la batalla.
Por supuesto que se molestó aún más. Asi que en un intento de lograr mi cometido. Le expliqué la historia. El hombre me escuchó con incredulidad. Después simplemente cerró su maletín, mientras me decía con demasiadas frialdad: -"Está bien, se lo regalo".- Luego, sin esperar una palabra de agradecimiento, dio media vuelta y se marchó.
Ya tenía el disco para Carlitos pero… y dónde encontrar a aquél padre afligido. Ni siquiera se me ocurrió pedirle su dirección o teléfono… Es más… tampoco sabía como se llamaba el hombre. Lo único que sabía era que su hijo enfermo se llamaba Carlitos.
Una de mis compañeras me sugirió que pegara el disco en el vidrio del aparador, y me pareció buena idea. Incluso lo colocamos sobre una cartulina amarilla para hacerlo que resaltara. ¿Pero… acaso volvería a pasar por ahí el papá de Carlitos?.
Pasaron dos, tres o cuatro días. La verdad ya no recuerdo. Y un día por la mañana, me encontraba molesto porque Lupita, de nueva cuenta llegaría tarde y ya estaba cansado de tanto llamarle la atención. Cuando de pronto llegó a la carrera, tremendamente agitada y ni siquiera me dio tiempo para que le dijera nada. Me soltó de inmediato un montón de palabras atropelladas, que no justificaban su retardo. Me dijo totalmente emocionada: -“Allá va por la acera de enfrente, llegando al banco el papá del niño que quiere el disco”.- Miré hacia donde me decía, y de inmediato arranqué la cartulina y con ella y el disco salí a la carrera para darle alcance.
El hombre se sorprendió cuando llegué corriendo hacia él. Ni siquiera pude decirle nada. Sería por la emoción, o lo agitado de la carrera. Asi que me limité a despegar el disco de la cartulina y mostrárselo. Lo miró con incredulidad. Le temblaron las manos para tomarlo. Apretó los labios y pude ver como sus ojos se pusieron brillosos por las lágrimas. Sabía que no podía hablar en ese momento. Así que le dí una palmada en el hombro y me di la media vuelta, pero me detuvo para preguntarme cómo lo había conseguido. Yo me reí y le dije -“A veces suceden milagros”.- Asintió con un movimiento de cabeza, y luego logró hacerme otra pregunta ¿Cuánto te debo?.
-“Nada”- fue mi inmediata respuesta. -"Es un regalo para Carlitos."-
Ya no esperé más, sencillamente me di la vuelta y regresé a la tienda. Al día siguiente volvió aquél hombre trayéndome una caja de chocolates envinados de parte de Carlitos.

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