lunes, 8 de junio de 2009

ANITA Y EL MARAHAJA DE LA INDIA

Anita Delgado era una de las bailarinas del café-concierto Central-Kursaal de Madrid, un sitio frecuentado por artistas e intelectuales. Era una chica muy sensual y atractiva, por lo cual, pese a sus dieciséis años, recibió repetidas propuestas de pintores como Romero de Torres para posar, más ella siempre las rechazó. Era originaria de Málaga, donde su padre tenía un pequeño café; pero un día la situación se les presentó muy difícil y la familia se vio obligada a vender lo poco que tenían y emigrar a la capital.
A Anita y su hermana Victoria les encantaba la poesía y su padre les pagó cursos de declamación, pero con la llegada de los malos tiempos, se acabaron los privilegios y hubo la necesidad de que las jovencitas se pusieran a trabajar. Lo peor de todo, desde el punto de vista de su padre, fue que en Madrid Anita y Victoria, al no encontrar otra oportunidad, entraron a aquél cafetín a desempeñarse como bailarinas. Pero el hambre y la necesidad eran más grandes que el orgullo, y su padre terminó por aceptarlo a regañadientes.
Dos años después, una de aquellas noches en que Anita desplegaba los encantos de su figura al vaivén de la música seductora, sintió la penetrante mirada de un hombre muy peculiar, que estaba entre la concurrencia. Aquél hombre de porte distinguido y personalidad fuera de lo común, seguía como hechizado cada uno de sus delicados movimientos. Cuando su número terminó, el extraño caballero se puso de pie y aplaudió más que ninguno, luego fue a seguirla hasta el camerino y la invitó a venir a su mesa.
Aquél novel admirador era el príncipe Jegait Singh, maharajá de Kapurtala, una región del norte de la India, y quien estaba en Madrid como invitado a la boda del rey Alfonso XIII y Ana Battemberg.
El maharajá hizo hasta lo imposible por conquistar a Anita, pero la jovencita se sintió tan acosada por el extraño personaje que hizo cuanto puedo por alejarse de él. No era el primero que la anhelaba; ya había tenido demasiadas propuestas de hombres ricos que iban a embriagarse y de paso buscaban una aventura, y ella no tenía el menor deseo de ser la aventurilla de nadie.
El príncipe volvió a buscarla e insistió con su propuesta noche tras noche, más ella fue firme en todo momento con su negativa. Poco después el maharajá tuvo que salir presuroso de Madrid rumbo a París, debido a que se presentó un atentado contra los reyes de España de parte de un anarquista. Más no perdió la esperanza y desde la capital francesa envió a su mensajero para intentar una respuesta afirmativa de la hermosa muchachita.
Ella continuó resistiéndose, pero su grupo de amigos, quienes conocían de la propuesta, la animaron a darle el “sí” al príncipe, y Anita, después de evaluar la situación, y más que por otra cosa, pensando en que esto ayudaría económicamente a su familia, al final terminó por acceder, dirigiéndose a París para formalizar el compromiso. Posteriormente él partió hacia la India, dejándola al cuidado de un grupo de sirvientes, mientras se solucionaban los papeles que eran requeridos para el viaje. Más en cuanto se completaron las formalidades se embarcó rumbo a la India para concretar el matrimonio.
Cuatro semanas después, Anita llegó en barco a Bombay; era el mes de noviembre del año 1907. Un tren la esperaba para llevarle a Kapurtala. El vagón del maharajá era de un lujo increíble. Las paredes de caoba, las lámparas de bronce, la vajilla inglesa y el conjunto tapizado en terciopelo azul y plata. En cuanto a bebida y comida, todo estaba a la altura de un alto monarca. Además el séquito de sirvientes la atendió como a una auténtica princesa, aunque ella era de una condición verdaderamente humilde.
Después de dos placenteros días de viaje, Anita despierta en el Punjab, una de las regiones más bellas y fértiles de la India: campos dorados de trigo y cebada, prados floridos cercados de álamos, un mar ondulante de maíz, de mijo y de caña de azúcar, atravesado por ríos de aguas plateadas y poblado de campesinos enturbantados que empujaban afanosamente sus arados tirados por bueyes descarnados. Había tanto tráfico por los caminos cercanos que se formaban largas caravanas de carros de bueyes repletos de frutas y verduras.
El tren que transportaba Anita se detuvo en Jalandar, un acotamiento británico donde la esperaba el maharajá. La pareja continuó su camino en un elegante Rolls Rollce.
Fueron recibidos en Kapurtala por la gente del pueblo, con una devoción que ralló en el fanatismo. Anita fue tratada como una reina, la gente le besaba las manos y los pies y todos se inclinaban a su paso juntando las manos como en señal de oración. Una doble hilera de elefantes se extendía hasta el porche de la entrada, en perfecto orden de formación, para darles la bienvenida. Adentro, el palacio era tal y como cualquier cenicienta hubiese soñado. Había tantos sirvientes, que el interior parecía una ciudad, tan solo baste decir que los suntuosos jardines eran atendidos por 500 jardineros.
La boda rebasó todos los límites de lo imaginado. Anita fue vestida de la más fina seda y aromada de mirra. A la ceremonia llegó montada sobre un deslumbrante elefante previamente engalanado con ricas vestiduras bordadas. A partir de entonces Anita se convirtió en una de las mujeres más envidiadas del planeta.
El palacio del maharajá era realmente impresionante. Todo como de ensueño, pero como este no es un cuento de hadas, debo decir que tras el matrimonio, Anita descubrió que su flamante marido tenía cuatro esposas más y un hijo con cada una de ellas, algunos de su misma edad. Más a pesar de la dura competencia, Anita supo imponerse, manteniéndose como la esposa favorita de príncipe. Aunque su familia política desaprobó el matrimonio y la consideró una intrusa, causándole enormes problemas. El principe era un hombre amante de los placeres y la vida, sobre todo muy inclinado a las mujeres pero aún así Anita aprendió a amarlo.
El monarca gustaba de las joyas, la comida, la bebida, los caballos, los Rolls Royce, la cacería de tigres, el buen vestir, viajar a Europa... todos los lujos de un príncipe. Disfrutaba al máximo los placeres de la vida.
Con gran paciencia el príncipe Jegait la instruyó en las costumbres hindúes y la educó y refinó sus modales para que se condujera con corrección representando su nuevo papel de princesa. Pronto se convirtieron en la pareja de moda. Continuamente viajaban por toda Europa, Estados Unidos y Sudamérica, siendo perseguidos por fotógrafos y reporteros de los cinco continentes.
Anita no tardó en adaptarse a su nueva vida. Lo mismo vestía el sari hindú que espectaculares modelos diseñados en la capital francesa. Amo a la gente del pueblo y ese amor fue ampliamente correspondido.
La princesa andaluza alumbró a un hijo, al que llamó Ajit. Lo educó con gran esmero inculcándole el amor por sus raíces, dándole clases de castellano, y fue tal el éxito de su progenitora en este sentido, que ya de grande se aficionó el muchacho a los toros y platillos españoles.
A la llegada de la I Guerra mundial el príncipe participa en el conflicto apoyando a los ingleses. Se marcha con Anita a Europa y hace importantes donativos a los hospitales franco-británicos. Y fue durante ese tiempo que surgieron los conflictos entre la pareja. Anita obtuvo el divorcio y fue expulsada de la India junto con su hijo. Se quedó a radicar en París, en un piso de 500 metros cuadrados, con doncellas y chofer. Disfrutando de una espléndida pensión otorgada por el maharajá, con quien jamás perdió la amistad.
En Francia, después de divorciada entabló una oculta relación con un agente de bolsa llamado Ginés Rodríguez, quien estaba casado con una prima de Anita. Hombre culto, inteligente y reservado. La relación se mantuvo totalmente en secreto, a ninguno convenía que aquello se divulgara. Él por evitar problemas con su mujer y ella por temor a que su ex marido le redujera o eliminara la cuantiosa pensión que le permitía vivir como una auténtica reina.
Con los años, Anita se fue apagando. Vivió sus últimos días en Madrid, donde falleció el 7 de julio de 1962.

No hay comentarios: