lunes, 8 de junio de 2009

MI MADRE

Mi madre era una mujer sencilla, de esas mujeres de reboso y escapulario, que a diario van a misa y por las noches reúnen a sus hijos para rezar el rosario. Mal sabía leer y escribir, ya que nunca tuvo la oportunidad de ir a una escuela, pero jamás encontró impedimento alguno que la desalentara para realizar cuanto se proponía en la vida.
Pasaba sus días en quehaceres ordinarios: iniciaba en la cocina metiendo leños en la hornilla, los suficientes para cocer la enorme hoya de frijoles que se precisaba para darle el almuerzo a sus trece chiquillos; y mientras la hoya cocía el tradicional alimento de la gente humilde; mi madre se marchaba hacia el corral con su balde en mano para ordeñar a la pinta y a la paloma, dos hermosas vacas que daban muy buena leche para los chiquillos, y todavía sobraba lo suficiente para hacer algunos quesos.
Después había que moler el nixtamal en el rústico molino, tortear la masa, servir el almuerzo, mandar los niños a la escuela y quien sabe cuantas cosas más. Toda esa sarta de faenas que solo Dios sabe como realizan todos los días las madres.
Fue una mujer que nunca se doblegó ante nada, jamás la escuché quejarse, y ante los más graves infortunios siempre mantuvo en pie la esperanza. No sabía de abrazos, ni de frases cariñosas; jamás nos dijo un “te quiero”, pero la verdad que nunca hizo falta. Hacia tanto y tanto por nosotros que en cada uno de sus actos lo demostraba. Difícil entender el como en una mujer tan pequeña cabía un corazón tan grande.
Por razones extrañas de la vida, entre ella y yo un día se nos metió la distancia. Jamás dejó de escribirme, aunque casi nunca contestaba sus cartas, y cuando Dios permitía que la viera, se metía las manos a los bolsillos, esculcaba tras de sus santos y sacaba cuanto dinero tenía y siempre todo me daba.
Para ella siempre fui como un niño, al que había que darle mucho de comer, y cuidar para que no se enfermara. Me preparaba el caldo de res y el arroz con leche que tanto me fascinaban. Le agradaba verme feliz y era tal su pesar cuando me veía triste, que en cierta ocasión que tenía problemas en el trabajo, me dijo que lo dejara, que me dedicara a pintar mis cuadros, a componer mis canciones, a leer mis libros y a hacer lo que yo quisiera, que al fin ella podía mantenerme con algo de la pensión que el gobierno le otorgaba (por fortuna jamás acepté la propuesta).
Fue una mujer ordinaria y sencilla, como suelen ser muchas de las madres. No le faltó por hacer nada, cumplió calladamente con su misión en la vida. Quizás otros hayan tenido madres destacadas, que emprendieron negocios, que fueron gente culta, que leyeron a Cervantes, a Shakespeare o Gohete, y fueron educadas en las ciencias y en las artes. Pero mi madre nunca supo de gran cosa, solo sabía entregarse día con día a las cosas más comunes y ordinarias. A lo que no parece importante, por lo que no se reciben diplomas ni medallas; más aún así, era mi madre, tal vez muy semejante a la tuya. Mujeres que nos dieron la vida sin recibir nunca un reconocimiento. Pero vivieron siempre orgullosas de que Dios les otorgó el privilegio de ser madres.

No hay comentarios: