A mediados del siglo XVIII, se corrió la voz, entre la alta sociedad europea, de que un médico rural suizo, Michael Schupach, practicaba un tipo diferente de medicina: utilizaba polvos sanadores obtenidos de fuentes naturales, para llevar a cabo curaciones milagrosas. Muy pronto gran cantidad de personas acaudaladas de todo el continente, afectadas de enfermedades tanto serias como banales, hacían el difícil peregrinaje hasta la villa alpina de Langnau, donde vivía y trabajaba el doctor Schuppach.
Durante su dificultosa caminata por las montañas, los visitantes tenían oportunidad de conocer los más espléndidos paisajes naturales de toda Europa. Cuando llegaban a Langnau, ya se sentían transformados y camino a la curación.
Schuppach, a quien llamaban simplemente el “Doctor de las Montañas”, tenía una pequeña farmacia en el poblado. El lugar fue convirtiéndose en todo un espectáculo: multitudes provenientes de los países más diversos se agolpaban en el pequeño recinto, en cuyas paredes, cubiertas con estanterías, se exhibían las coloridas botellitas que contenían las medicinas hechas a base de hierbas. Mientras que la mayoría de los médicos de la época recetaban pociones de sabor espantoso y nombres que nada significaban (como ocurre hoy en día), mientras que los remedios de Schuppach ostentaban nombres como “El aceite de la alegría”, “Florecillas para el corazón” o “Antipesadillas”, y todas tenían sabor dulce y agradable.
Los visitantes debían esperar con paciencia para lograr una consulta con el Doctor de las Montañas, dado que a diario llegaban a la farmacia unos ochenta mensajeros para entregar frascos de orina de pacientes de toda Europa. Schuppach afirmaba que podía diagnosticar una enfermedad con sólo observar una muestra de orina. Cuando al fín disponía de algún rato libre (ya que el estudio de las muestras de orina le consumía la mayor parte del tiempo), comenzaba a recibir a los visitantes en su consultorio de la farmacia.
Decía el Doctor de las Montañas que su sabiduría le venía de la existencia simple y plácida del campesino, que no sabía de complicaciones de la vida urbana, y sus consultas incluían también una charla sobre cómo lograr una mayor armonía entre el espíritu y la naturaleza.
Empleaba diversas formas de tratamiento. Por ejemplo, creía en la terapia del shock eléctrico. Explicaba que la electricidad es un fenómeno natural, y que el no hacía más que imitar la fuerza del rayo. Uno de sus pacientes afirmó que lo habitaban los demonios; el médico lo curó con shocks eléctricos, y mientras se los administraba, el doctor emocionado exclamaba que podía ver a los demonios saliendo, uno a uno, del cuerpo del enfermo.
Otro hombre dijo que se había tragado un carro cargado con paja, con todo y conductor incluido, lo que le causaba intensos dolores en el pecho. El doctor de las Montañas lo escuchó con paciencia, y poniendo luego su oído en el abdomen del enfermo le dijo que podía escuchar el chasquido del látigo en su interior, y le administro un sedante y un purgante. El hombre se durmió en una silla, ante la puerta de la farmacia. En cuanto se despertó se puso a vomitar. En ese momento pasó a toda velocidad un carro cargado de paja, que el doctor había contratado, haciéndole creer al enfermo que su mal estaba totalmente solucionado. Y en efecto, así fue.
Con el Doctor de las Montañas todo era un espectáculo. Lo cual siempre lograba mejorar el ánimo del paciente, quienes estaban convencidos de sus habilidades curativas. En lugar de burlarse el médico de las explicaciones irracionales que muchos le daban acerca de su malestar, Schuppach les seguía la corriente y con ello lograba excelentes resultados.
Durante su dificultosa caminata por las montañas, los visitantes tenían oportunidad de conocer los más espléndidos paisajes naturales de toda Europa. Cuando llegaban a Langnau, ya se sentían transformados y camino a la curación.
Schuppach, a quien llamaban simplemente el “Doctor de las Montañas”, tenía una pequeña farmacia en el poblado. El lugar fue convirtiéndose en todo un espectáculo: multitudes provenientes de los países más diversos se agolpaban en el pequeño recinto, en cuyas paredes, cubiertas con estanterías, se exhibían las coloridas botellitas que contenían las medicinas hechas a base de hierbas. Mientras que la mayoría de los médicos de la época recetaban pociones de sabor espantoso y nombres que nada significaban (como ocurre hoy en día), mientras que los remedios de Schuppach ostentaban nombres como “El aceite de la alegría”, “Florecillas para el corazón” o “Antipesadillas”, y todas tenían sabor dulce y agradable.
Los visitantes debían esperar con paciencia para lograr una consulta con el Doctor de las Montañas, dado que a diario llegaban a la farmacia unos ochenta mensajeros para entregar frascos de orina de pacientes de toda Europa. Schuppach afirmaba que podía diagnosticar una enfermedad con sólo observar una muestra de orina. Cuando al fín disponía de algún rato libre (ya que el estudio de las muestras de orina le consumía la mayor parte del tiempo), comenzaba a recibir a los visitantes en su consultorio de la farmacia.
Decía el Doctor de las Montañas que su sabiduría le venía de la existencia simple y plácida del campesino, que no sabía de complicaciones de la vida urbana, y sus consultas incluían también una charla sobre cómo lograr una mayor armonía entre el espíritu y la naturaleza.
Empleaba diversas formas de tratamiento. Por ejemplo, creía en la terapia del shock eléctrico. Explicaba que la electricidad es un fenómeno natural, y que el no hacía más que imitar la fuerza del rayo. Uno de sus pacientes afirmó que lo habitaban los demonios; el médico lo curó con shocks eléctricos, y mientras se los administraba, el doctor emocionado exclamaba que podía ver a los demonios saliendo, uno a uno, del cuerpo del enfermo.
Otro hombre dijo que se había tragado un carro cargado con paja, con todo y conductor incluido, lo que le causaba intensos dolores en el pecho. El doctor de las Montañas lo escuchó con paciencia, y poniendo luego su oído en el abdomen del enfermo le dijo que podía escuchar el chasquido del látigo en su interior, y le administro un sedante y un purgante. El hombre se durmió en una silla, ante la puerta de la farmacia. En cuanto se despertó se puso a vomitar. En ese momento pasó a toda velocidad un carro cargado de paja, que el doctor había contratado, haciéndole creer al enfermo que su mal estaba totalmente solucionado. Y en efecto, así fue.
Con el Doctor de las Montañas todo era un espectáculo. Lo cual siempre lograba mejorar el ánimo del paciente, quienes estaban convencidos de sus habilidades curativas. En lugar de burlarse el médico de las explicaciones irracionales que muchos le daban acerca de su malestar, Schuppach les seguía la corriente y con ello lograba excelentes resultados.
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